‘En ese inter me atreví a decirle a Pola que si quería ser mi novia, y para mi pasmo, luego luego me dijo que sí, y más aún, me dio un besito en la mejilla, que obviamente se lo devolví con uno de trompita que enrojeció mi tez’.
POR ALEJANDRO ORDORICA
Una y otra vez correteábamos a la vida en las inmediaciones de la Alameda de Santamaría la Ribera, tan propicia para la aventura, el hallazgo o la sorpresa topando siempre con nuestra niñez.
Mi hermana y yo acudíamos regularmente los fines de semana para soltar, sin saberlo, la energía sobrada propia de esa edad, e igual, a la búsqueda de mundos por descubrir.
Era febrero y apenas habíamos regresado del periodo vacacional, en buena medida del invierno, tal como se acostumbraba todavía en el sistema escolar de los años cincuenta, cuando cursábamos el tercer y segundo año de primaria, respectivamente.
A las niñas se les negaba por lo general, absurda e injustamente, la posibilidad de montarse en una bicicleta y pedalear por doquier en la colonia —no fueran a perder la virginidad en uno de esos bruscos movimientos—, que como en muchas otras, aún transitaban pocos autos, además de que la seguridad en las calles era una gozosa realidad, muy muy diferente a los días actuales, llenos de accidentes viales, atropellados, choques, bicicletas o motos destruidas sobre el asfalto, con saldos trágicos.
El caso es que, siendo mi hermana tan intrépida como yo, un sábado nos acomodamos en mi bicicleta roja rodada 24, sus pies en los diablitos de la rueda trasera, y partimos lo más veloz posible hacia ese cuadrado pletórico de niños y niñas tripulando carritos de pedales, triciclos, patines del diablo o bicis, para confluir en algún momento en el alma misma de la Alameda: el kiosco Morisco, de belleza tan deslumbrante como extraña, en un país lejanísimo del Oriente. Debíamos librar, eso sí, un local donde varias gitanas leían la mano, echaban las cartas… y que según mi madre tenían la fama de robarse a los niños.
Esa geometría, que albergaba un círculo dentro de un cuadrado, daba también lugar a la fantasía donde la imaginación fluía a la par, como también realidades que nos iban enseñando a vivir, a conocer mundo. Recorridos, que paraban inevitablemente en el medio redondel ubicado en uno de los extremos de la Alameda, donde igual se escenificaban acrobacias de ciclistas, parodias de payasos… o el domador de un oso pardo con grueso bozal de cuero que bailoteaba al son del pandero… y los primeros registros de oposición al gobierno y su oratoria libre y encendida fustigando las aberraciones espantosas del priísmo dominante, sin que nuestra conciencia lo aquilatara del todo.
Y justo, en alguna de nuestras incursiones bordeando los jardines de lo que nos parecía una circunferencia interminable, hicimos un breve alto frente al carrito de los raspados para refrescarnos, mi hermana seleccionando invariablemente el sabor a tamarindo, y yo, regodeándome en el dulcísimo rojo de la grosella. Ahí mismo, llegó una pareja de niños con quienes algo comentamos, y luego sabríamos que eran hermanos y de origen judío, él llamado Moisés, ella Pola. Tras deglutir nuestros nevados, seguimos dando vueltas juntos, y finalmente convenir en reencontrarnos el sábado siguiente al mediodía. Así ocurrió, mediando una pequeña diferencia de tiempo, pero prontos a amistar. Y ya más confiados, dispuestos a intercambiar lugares: Pola, se subió en mi bici, y mi hermana Araceli, en la de Moisés.
Al cabo de varias vueltas, llegamos a la esquina acordada para intercambiarnos nuevamente y retornar a nuestros hogares. En ese inter me atreví a decirle a Pola que si quería ser mi novia, y para mi pasmo, luego luego me dijo que sí, y más aún, me dio un besito en la mejilla, que obviamente se lo devolví con uno de trompita que enrojeció mi tez.
De regreso a casa, situada a unas cuantas cuadras, me animé a contarle a mi hermana esa experiencia con un gusto que es difícil describir ahora, aunque más estupefacto quedé cuando ella me confió que algo parecido le había ocurrido con Moisés. Pactamos no decir ni una palabra de esos hechos a nuestros padres, y supusimos que igual hicieron los protagonistas de nuestros romances imberbes. No alcanzamos a enamorarnos, ni ellos seguramente de nosotros, pues pronto se mudaron a vivir a Polanco y nunca supimos la ubicación de su nuevo domicilio, pero al menos en mí se produjo lo que tiempo después sabría que se trataba de un sentimiento llamado nostalgia. También, el descubrimiento de que al mes de febrero, no sólo le endilgaban que era loco, sino que debido a campañas intensas en los medios de comunicación pagadas por los comerciantes, fueron apropiándose de ese mes con fines consumistas, encajándole el letrerito de que el 14 era el “Día del Amor”, y hasta lo expandieron para captar más clientela con el agregado “y de la Amistad”.
Pero más allá de esos vericuetos mercantilistas, el hecho es que en ese mes se dio aquel encuentro inesperado y un tanto extraño, comprendiendo más adelante que en verdad tenía un toque de bella locura, e incluso me había obsequiado una incipiente, pícara e inolvidable probadita de amor.
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