“Durante mi época universitaria conviví con un hermoso perro Afgano que, cuando lo sacaba a pasear y llegábamos hasta la avenida Reforma, les juro que parábamos el tráfico. Sin embargo debo de aclarar que era por la majestuosa hermosura del perro, que no la mía…”
POR PATRICIA VEGA
Es cada vez más frecuente que el término “especies de compañía” sustituya al que hace pocos años era el de uso común: “mascotas”, palabra que se aplicaba particularmente a las especies domésticas que viven y conviven en nuestros hogares como si fuéramos sus dueños.
Mucho más allá de acudir a un término actualizado de acuerdo con los conocimientos más recientes, el uso común del término especie de compañía conlleva en sí mismo un avance civilizatorio que me hace mantener la esperanza en la posibilidad de construir un mundo cada vez mejor.
Sin embargo, es pertinente seguir esforzándonos por hacer a un lado al antropocéntrico que nos caracteriza y reconocer que al vivir en este planeta compartimos nuestra existencia con muchas otras especies –animales, vegetales, minerales, etcétera y que, ¡valla, no somos el centro de la vida en este planeta!
Preámbulo necesario para llegar al meollo de este texto: el próximo 4 de octubre celebraremos el Día Mundial de los Animales que, bajo la inspiración del natalicio de San Francisco de Asís (1182-1226), se estableció con el propósito de frenar la extinción de diversas especies. Fue hasta 1980 que el Papa Juan Pablo II declaró a San Francisco de Asís como el patrono de los animales a los que el santo consideró como hermanos, es decir, como iguales a los seres humanos con todo lo que la palabra igualdad encierra.
Al nacer en Tijuana, Baja California, durante mi primera infancia vi muchas series de televisión gringas. Recuerdo en particular las aventuras de la Border Collie Lassi y las del Pastor Alemán Rin-tin-tín. Cuenta mi madre que en nuestra casa vivía una perra Bóxer llamada Jairy que se encargaba de que nadie se me acercara con excepción de mis padres, quienes se veían forzados a pagar garrafones –eran de cristal— adicionales de agua porque a la Jairy le encantaba perseguir a los garrafoneros. La leyenda familiar también insiste en que la Jairy me cargó en su lomo para que alcanzara a abrir la puerta de la reja perimetral y correr hacia la calle provocando un gran caos, ¡el mismo día de mi bautizo!
Años más tarde estuve a punto de ser expulsada de la escuela de monjas –Hijas del Espíritu Santo—en la que cursaba el tercer año de primaria, debido a que le pedí a mis compañeras de grado que rezáramos un rosario por el alma de mi Pastor Alemán –el Williams—que acababa de ser envenenado, junto con otros perros de la colonia Hipódromo. Por supuesto que mi mamá también fue reprendida por enseñarle a su hija que los perros tenían alma. ¡Cómo han cambiado los tiempos, ahora hasta tenemos un papa que adoptó el nombre Francisco en honor al santo de Asís! ¡Las que verdaderamente no tenían alma eran esas monjas Hijas del Espíritu Santo!
Ya en la CDMX, durante mi época universitaria conviví con un hermoso perro Afgano que, cuando lo sacaba a pasear y llegábamos hasta la avenida Reforma, les juro que parábamos el tráfico. Sin embargo debo de aclarar que era por la majestuosa hermosura del perro, que no la mía. Después llegó el ejercicio profesional como periodista y me volví una viajera incansable que pasaba poco tiempo en la CDMX, lo que me impidió durante muchos años el hacerme cargo de otro ser viviente y pausé mi convivencia con los canes.
Doy un salto cuántico: fue hasta que empecé a vivir a la Colonia Del Valle Sur, cuando en 2005 y con sólo tres meses de nacidos llegaron a casa Puck y Rock, un par de cachorros que vivieron durante sus primeros años bajo la falsa identidad de Chihuahuas, pues así se establecía en su certificado de nacimiento.
Acabaron por fin todos los “defectos” que les impedía pertenecer a esa raza, cuando la artista estadounidense del performance Laurie Anderson –amante también de los canes—nos sacó del error. Fuimos a saludarla después de uno de sus conciertos en la CDMX y al ver las fotos de los susodichos en el móvil dijo con gran convicción: “No son Chihuahuas, son Rat Terriers”. Misterio identitario resuelto. En esos tiempos, estudiaba una maestría en Literatura Comparada en la UNAM, y también supe de una autora feminista y activista de la que me volví fan: Donna Haraway, cuyo Manifiesto de las Especies de Compañía se volvió una referencia central en mi vida.
Compartimos nuestra vida con Puck y Rock durante 15 y 16.5 años y medio, respectivamente. Años cuya dicha difícilmente puedo transmitir a través de palabras que me parecen insuficientes. Tuvimos la mejor de las compañías. Fueron amorosos y grandes maestros que definitivamente nos convirtieron en mejores seres humanos, en mejor especie. Para mi Puck y Rock fueron –y siguen siendo— fuente de inspiración para muchos proyectos, entre ellos, el reportaje que escribí sobre la inteligencia canina, que se publicó en la Revista Quo y que ya merece ser actualizado debido a la cantidad de nuevos hallazgos sobre el tema.
Algún día completaré la historia cultural de los perros y detallaré el impacto que han tenido en diversos campos de la actividad humana. Será mi mejor homenaje a la buena compañía de la que he gozado en esta vida.
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