Al Jack un día no se le vio más: Era un cincuentón calvo, cercano al aspecto del Tío Lucas, que inventaba historias sobre su participación en la Segunda Guerra Mundial; gorreaba los cigarros… y también los cafés. Cuando al percatarme de su ausencia le pregunté a una mesera, ella me respondió entre sorprendida y regañona por no estar enterado de la nota roja: ¡Mató a cuchilladas a su mamá!
POR FRANCISCO ORTIZ PARDO
Quiero precisar por aquello que le llaman ética que para la escritura de esta última columna del año que termina me inspiré en un maravilloso y nostálgico relato de mi admirada colega y amiga Ivonne Melgar a la que la suerte me ha puesto en el lugar de ser su editor en Libre en el Sur, cuando es ella la maestra.
El relato de Ivonne estará disponible para su lectura el domingo 1 de enero en la revista digital, la primera del 2023, y al día siguiente en la versión en línea. En desagravio propio, además de que ella ya tiene lectores asegurados, puedo decir que las vivencias afortunadamente no se copian, sino que se viven. Ivonne y yo las vivimos simultáneamente pero en diferentes lugares y de muy diferente forma. Eso produce en la narrativa un enfoque muy personal, por supuesto. Sobra decir además que no me fusilo de ella ni una sola línea. Hay pues una inspiración, no un plagio. Y más vale aclararlo en estos tiempos de escándalos con ministros y aseores de tesis. Cualquier reclamación entonces que no sea contra mi firma, por favor, sino a mi corazón.
La debilidad evocativa tiene que ver en este caso sobre la forma en que el café se convirtió en mi acompañante cotidiano, mi única adicción si no tomamos como tal la de hacer ejercicio, bañarse diariamente, comer entre comidas y tomar unos buenos tequilitas de vez en cuando. Era yo un adolescente, un inocente. Fumaba de un golpe pero no sacaba la lengua a las damas; era muy tímido. En las esferas extraescolares solíamos agruparnos musicalmente, no solo para escuchar, sino también para tocar. En mi banda del Colegio participó mi más antiguo amigo, Sergio Vergara, que no era mi compañero en el Madrid pero sí vecino en Villa Coapa. Él había sido sonsacado por músicos más de deveras, y con varios años más, a sus charlas en los cafés del rumbo, que se limitaban a tres de las cadenas Vips, Toks y Sanborns, pues las cafeterías tradicionales y con tonos más europeos –sobre todo de origen español– se ubicaban en las colonias céntricas de la ciudad.
En la preparatoria los cafés se convirtieron en mi lugar para hacer tareas y leer. Así, solito. Ahora me sorprendo de ver como cosa común que los chavos vayan a un Starbucks a hacer lo mismo. Yo me sentía un raro y hoy me siento pionero de ello.
Así fue que Sergio me sonsacó a la vez. Un chiflido desde fuera de mi casa –con la tonada de una de nuestras canciones, El chavo de la ciudad— era la señal de la partida. Y se volvió un ritual diario, al atardecer, donde nos pasábamos dos o tres horas platicando de lo que fuera; un tiempo después se incorporó mi gran amigo Juan Carlos Pantoja, sobre todo ya para planear y soñar con lo que podíamos cambiar en nuestra comunidad a través de una organización de chavos fundada por nosotros mismos. Pienso que la disciplina del café diario me alejó de otras tentaciones y me llevó a conocer el encanto de las pláticas más dulces o más saladas remojadas en ese delicioso sabor amargo, único, que además nos espabila. Y descubrí su valor en la amistad. Por poco dinero podíamos beber varias tazas de la sagrada bebida, y hundirnos en los “gabinetes” de plástico anaranjados, francamente feos, contándonos las penas y las alegrías. Se decía, como aquellas teorías de la publicidad subliminal nunca completamente comprobadas, que el color era para atraer a la clientela y al mismo tiempo que no se sintiera a gusto para quedarse demasiado tiempo. En todo caso lo segundo no funcionaba con nosotros.
En la preparatoria los cafés se convirtieron en mi lugar para hacer tareas y leer. Así, solito. Ahora me sorprendo de ver como cosa común que los chavos vayan a un Starbucks a hacer lo mismo. Yo me sentía un tipo raro y hoy me siento pionero de ello, paradójicamente. Prueba irrefutable de que el mundo cambia y el tiempo no pasa en vano. El bullicio en esa ápoca me venía bien. Observar la cotidianidad, las miradas entre las personas, las formas en que sorbían de la taza y que soltaban como serpentinas el humo del tabaco de sus bocas, me indujo seguramente a la cautivación por las historias de la gente común.
O ni tan común: porque lo que ocurría en las “barras” de esos sitios era descubrir personajes solitarios de lo más extraños: los fantasiosos, los soñadores, los mitológicos… Entre ellos iban haciendo amistad para luego pasársela peleando. Varios de ellos, ya grandes, tenían en común ser hijo de la mami que les daba para el café donde perdían el tiempo porque habían resultado unos inútiles. Había uno, que apodaban El George, porque se parecía a George Harrison, que prácticamente no hablaba y como estatua viviente solo cambiaba de postura cuando llevaba la taza a la boca. Decía la leyenda que se había queedado en “un viaje”. Otro, El Galileo, era un muy inteligente ingeniero y talentoso músico, desperdiciado evidentemente, que se la pasaba dibujando extraordinarias viñetitas en las servilletas; algunas veces pude platicar con él sobre nuestra mutua pasión por los trenes eléctricos.
Al Jack un día no se le vio más: Era un cuncuentón avejentado, calvo, cercano al aspecto del Tío Lucas, que inventaba historias sobre su participación en la Segunda Guerra Mundial; gorreaba los cigarros… y también el café. Cuando al percatarme de su ausencia le pregunté a una mesera, ella me respondió entre sorprendida y regañona por no estar enterado de la nota roja: “Pero si apareció en el periódico”, me dijo. No se tomó la pastilla, enloqueció y mató a su mamá apuñalándola “varias veces” con un cuchillo… porque no le dio para el café.
Hoy no está más el Toks al que iba el Jack con una chaqueta tipo militar. El Vips fue remodelado completamente y por el Sanborns no ha pasado el tiempo. Todavía muchos años después, ya dispersos en la vida, Sergio, Juan Carlos y yo nos juntábamos en alguna cafetería para darnos el abrazo de Año Nuevo. Aún eso se fue perdiendo. En estos tiempos hay muchas más opciones para tomar café, mucho mejores que entonces. Pero lo diferente es que no nos era indiferente.
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