‘Desde la ventana de mi habitación podía ver el Teide, el gran volcán que lleva la identidad de nuestro archipiélago. También veía casitas terreras y árboles y plantas libres’.
POR ALEJANDRA OJEDA
Hasta que me fuí a la universidad, yo viví en un pueblo de tamaño mediano en el norte de
Gran Canaria. Todos los días al volver a casa, después del colegio y las actividades
extraescolares, mi familia y yo recorríamos las montañas en coche. Pasé tanto tiempo
mirándolas que pude acabar identificando cada una de ellas. Desde la ventanilla les hablaba y
preguntaba cómo habían llegado hasta allí, al final me acabaron respondiendo. Había una que
me daba mucho miedo. Era enorme, ocupaba toda una curva y nunca le daba el sol, tenía la
nariz gigante y los ojos casi no se le veían de lo pobladas que tenía las cejas. Pero al final le
acabé cogiendo cariño, me contó que era la más antigua de todas ellas, originaria de la isla
desde época aborígen. Vigilaba a las demás rocas y tosía de cuando en cuando algunas
piedras en la carretera para frenar la velocidad que se estaba impregnando en el pueblo.
Desde la ventana de mi habitación podía ver el Teide, el gran volcán que lleva la identidad de
nuestro archipiélago. También veía casitas terreras y árboles y plantas libres. La puerta de mi
casa daba a una cuesta donde raramente pasaban los coches. Durante las vacaciones y los
fines de semana jugaba con mis primas y vecinas al teje, pintábamos el suelo con tiza y
montábamos en los sancheskis que todas compartíamos.
Siempre fue extraño porque aunque viviéramos ahí, nuestra vida estaba en la ciudad: el
trabajo, el colegio, la familia, todo. Notaba el contraste con mis amigos de clase, que me
contaban que no salían solos de casa, que no tenían amigos del vecindario y que se pasaban
las tardes con sus abuelos en el sofá. En cambio, mi hermano y yo investigábamos casas
abandonadas por el campo, jugábamos al fútbol en la cancha del barrio y trepábamos árboles
sin noción de peligro.
Rápidamente fuí consciente del privilegio, aunque de adolescente se me fue haciendo cuesta
arriba. Mi estilo de vida se fue separando de la de los niños del barrio y mis amigos más
cercanos vivían en la ciudad. Las guaguas pasaban cada dos horas y la última subía a las 10
de la noche. Si alguna tarde la quería pasar con mis amigos, tenía que planearlo con una
prudente antelación. Mientras tanto, ellos podían quedarse hasta la hora que quisiesen,
teniendo la libertad de entrar y salir de su casa a su antojo.
No obstante mi madre, que adoraba la vida en el campo, me daba todas las facilidades que
podía. Demasiados días dormí en casa de amigas o primas, aunque ella habría querido que no
fuera así. Pero yo, que siempre adoré mi pueblo, me acostumbré rápido y me valió la pena el
sacrificio.
En el pueblo, el campo era mi lugar de refugio. A dos calles de mi casa había una presa que
todos los del vecindario guardamos como nuestro mayor tesoro. En invierno, el centro queda
ocupado por un gran charco de agua, los patos -que nadie sabe dónde se esconden cuando se
seca- son sus dueños. A su alrededor hay césped, rocas y árboles. Luego, rodeando todo esto
y separándolo de granjas, campos de cultivo y casas terreras, un caminito de piedra. Lo
pasean los ancianos con su pipas, las parejas de enamorados del pueblo y los perros con sus
dueños. Si te colocas desde el lugar preciso, la imágen que refleja hace que se te salten
chispitas en los ojos.
Hace tres días que mi familia se mudó a la ciudad. Ahora viven en una casa preciosa con
vistas al mar, cerca de todas mis primas y amigas. El sueño que tanto ansiaba a los 16 me ha
llegado a los 22 y yo estoy contenta, lo prometo. Pero es como si no pudiera dejar de pensar
en el Teide, en el señor que fumaba pipa y ahora pasea con respirador y en mi perra que
amaba olisquiar el campo. La experiencia dice que se me pasará, que acogeré el mar, que
acogeré a mis primas y que miraré con los mismos ojos esta ciudad tan bonita. Pero por
ahora, tiempo al tiempo… y linda vida al precioso campo de Moya.
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