“Bien protegidas en soporte de cartón y envueltas en celofán, uno barajea las fotos con la misma emoción con la que un niño hojea estampas”.
POR FRANCISCO ORTIZ PARDO
La foto estaba allí, entre centenares; pero el hallazgo fue de mis ojos. La estación del tranvía ocupa el primer plano. Los cables que se cruzan hacia el espectador parecen, de momento, un rayón sobre el negativo. Basta detenerse en el virado al sepia para entender que no hay error, sino un testimonio. Entre los tranvías aparecen los personajes que parecen haberse puesto de acuerdo para posar en nombre de la diversidad mexicana: el teporocho abrazado a un poste de electricidad como si fuera lo único que lo sostiene; la señora de sombrero con plumas que transpira vanidad; el campesino con sombrero ancho; los soldados uniformados, rígidos como figuras de plomo; los pasajeros que se delatan por la tela del saco o el corte de la blusa. Cilindreros, vendedores, paseantes… Al fondo, una iglesia monumental. Magnífica. Pensé en Querétaro o Puebla. Le pregunté a Adrián Casasola, heredero de la cuarta generación de la célebre dinastía de fotógrafos, y me respondió sin dramatismos: “¡Es el Zócalo!”.
Habrá de enmarcarse esa foto que nos recuerda que el corazón de la capital no siempre fue una plancha desnuda destinada a desfiles militares y ceremonias patrióticas. El Zócalo, que nació como la gran plaza mayor de la traza virreinal, estuvo alguna vez lleno de árboles, con quioscos y jardines, antes de que los gobiernos lo convirtieran en escenario monumental. Era un espacio arbolado, íntimo, rodeado por los mismos edificios que persisten: la Catedral, el Palacio Nacional, el Ayuntamiento… y aquel que hoy conocemos como el Gran Hotel de la Ciudad de México, concebido originalmente como tienda departamental porfiriana que quiso competir con Liverpool y Palacio de Hierro, aunque sin fortuna. Había visto imágenes abiertas de esos tiempos ero esta, de cerca la estación del tranvía y los personajes, es única. La foto es un amuleto contra la obediencia al presente: recordatorio de que la ciudad se vació a sí misma para fingir grandeza.
Estamos ahora más al sur de la ciudad. Aquí, otros edificios coloniales se han salvado gracias a la prosperidad inmobiliaria dada por la habitación de personajes célebres y de la intelectualidad, al turismo extranjero y a la obstinación de un barrio caro en conservar su aire de postal europea. Es el entorno de la Plaza de San Jacinto, en San Ángel, antiguo pueblo de frailes carmelitas y hacendados que a lo largo del siglo XX se transformó en refugio de artistas y diplomáticos. Cerca de ahí tuvo su autoexilio Diego Rivera, aunque nunca dejó de depender de la comida de manufactura propia que le llevaba una abnegada Frida Kahlo.
En la plaza resalta la Iglesia de San Jacinto, fundada en el siglo XVI por dominicos y continuada por agustinos. Su fachada austera de piedra volcánica contrasta con el interior barroco de retablos dorados, que parecen competir con la luz que entra por los vitrales. Los Edificios del Risco, al otro costado, resguardan fuentes de azulejo novohispano: fragmentos de la Ciudad de México virreinal puestos como si fueran un rompecabezas en patio conventual. Y cada fin de semana, en el Bazar Sábado, la multitud se reparte entre óleos, textiles y cerámica. Las artesanías, como de museo, algunas a precios exhorbitantes, tienen sus réplicas austeras y rústicas en los tianguis de afuera, todavía accesibles con sus nieves para los paseantes comunes.
A unos pasos de la mansión del Sábado se encuentra El Caracol Púrpura, en cuyo segundo piso abrió en diciembre pasado la Galería Casasola, un nuevo espacio que redefine el concepto de la fotografía como arte. Según el boletín oficial, esta galería surge como un sitio único donde pasado y presente convergen, creando una plataforma para el diálogo entre la historia y la vanguardia artística. Se especializa en la exhibición y venta de fotografías históricas de principios del siglo XX, una época que marcó el rumbo de México entre el fin del Porfiriato, la Revolución y la vida cotidiana hasta los años cuarenta, con imágenes capturadas por Agustín Víctor Casasola y por Hugo Brehme.
El espacio no se queda en el homenaje: también celebra lo contemporáneo con intervenciones de artistas actuales que reinterpretan esas fotografías con su estilo. “La Galería Casasola es un homenaje a la memoria visual de nuestro pasado, pero también una invitación a repensarla desde los ojos del presente. Este es un espacio donde lo antiguo y lo contemporáneo se entrelazan para dar vida a obras únicas que dialogan entre sí”.
De Brehme conviene detenerse a través de lo que el mismo Adrián Casasola nos recordó en Libre en el Sur: fotógrafo que se convirtió en referente de la imagen en México, aunque nacido en Eisenach, Turingia, en 1884. Se formó en academia cuando lo común era aprender de manera empírica. En 1905 viajó a África para documentar aquel continente, pero la malaria lo obligó a cambiar de destino. Llegó a América y desembarcó en Yucatán, fascinado por sus zonas arqueológicas. Volvió por su esposa a Alemania y regresó para instalarse en México. Nunca más se fue.

Armaba y desarmaba sus cámaras de gran formato en volcanes, cafetales y pirámides. Retrató la vida cotidiana, los oficios, los cultivos, la arquitectura religiosa y civil con mirada extranjera siempre asombrada. En 1924 publicó México Pintoresco, en alemán y español, libro que circuló tanto en América como en Europa. Sus postales fueron industria y memoria colectiva, y su estudio en el centro de la capital se convirtió en lugar de peregrinaje de fotógrafos de todo el país. Dejó un legado de imágenes que son patrimonio de México y del mundo y que hoy están al alcance de quien se las quiera llevar a su casa o a su negocio, en plena era de lo “retro” y de la patria falsa escenificada por el sombrerote souvenir, mezcales gentrificados y chiles en nogada con mucha crema y poca nuez.
Adrián nos alcanzó también unas fotos de una barrida en primera base, durante un partido en el puerto de Veracruz, cuando le comenté que mi padre y yo somos muy aficionados al beisbol. Asombroso el instante del “disparo” de la cámara, el corredor es invisibilizado por la polvoreda que él mismo provocó.
Bien protegidas en soporte de cartón y envueltas en celofán, uno barajea las fotos con la misma emoción con la que un niño hojea estampas. La mirada se va deteniendo en otras miradas: la belleza inalcanzable de Dolores del Río; Cantinflas vestido de torero, todavía torpe en la pose; Porfirio Díaz con su gesto de mármol, impecable su uniforme militar; los niños que juegan con huesos en un cementerio de Azcapotzalco; y otros, tan pequeñitos y tiernos, frente a una casucha de palos y paja en una chinampa de Xochimilco. 120 años después, sacude.
La Galería Casasola se encuentra en el segundo piso de la Galería Caracol Púrpura, en la calle Benito Juárez #2D, corazón de San Ángel. Abre de martes a viernes de 11 a 19 horas y los sábados de 9 a 19. Adrián incluye en cada foto un certificado de autenticidad y la cédula respectiva. Hay algunos otros simpáticos detalles como imanes y libretitas. Y las obras de artistas que han intervenido las fotografías antiguas.
El tesoro está compuesto por 15 mil fotos, lo que no les quitó –perdón– les compró el gobierno de Echeverría (para la Fototeca Nacional de Pachuca que en 50 años solo ha producido cinco libros). Las impresiones se ofrecen en tres tamaños. Para colgarlas en un muro y no para el olvido digital de un ordenador.
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