Libre en el Sur

EN AMORES CON LA MORENA / Recuerdos en una mochila

“No tengo mucho gusto por lo que se ve nuevo porque eso no tiene historia, lugares en cuyas sillas no se han apostado suficientes nalgas ni retumbado las pasiones del jolgorio en sus paredes”.

POR FRANCISCO ORTIZ PARDO

Cuando tenía 12, 13 años, los sueños revolucionarios me acompañaban a bordo de un convoy de la línea 2 –“la azul”— del entonces muy cuidado, respetado y eficiente Metro, para llegar a las cercanías de la Calle El Salvador, en el Centro Histórico, nombre del país que por aquellos tiempos fue liberado por el Frente Farabundo Martí de una funesta dictadura fascista. Era un paralelismo extraño el de mis emociones revolucionarias con los objetivos de mi visita a ese lugar. Acudía con mi amigo Sergio con la ilusión de incipientes adolescentes que comenzaban a emocionarse con la radio y el rocanrol. Porque ahí vendían, y aún venden, de todo. Y buscábamos ir armando nuestro equipo de sonido, de a poquito y baratito. Mi amigo fue precoz en el conocimiento de las cosas de la electrónica y sabía incluso dónde arreglaban tornamesas y “embobinaban” bocinas maltrechas. Recuerdo que el trayecto desde Coapa se hacía pesado y tedioso, de forma que apenas eran los prolegómenos de lo que con el paso de los años se convertiría en una de mis más grandes aficiones en la vida: caminar, descubrir y sentir una extraña nostalgia de algo que no había vivido.

Fuera de algunas visitas esporádicas con mis padres, aquello significó mi primer vínculo con el centro y su historia entrañable, que como parte de mi propia historia cada vez que lo visito me escribo un nuevo capítulo. Como en las grandes ciudades, como solía llegar en Metro me llevó tiempo entender su micro geografía, hacia dónde el sur, hacia dónde el norte y el poniente. Muchas veces caminé hacia la izquierda pensando que el mismo lugar detrás de la Catedral era otro. Pero eso lo volvía aun más encantador, porque me permitía perderme y así me fui acostumbrando a caminar sin destino trazado y hacer el juego de sorprenderme con lo hallado. Hasta ahora, salvo ocasiones en que voy con el propósito de visitar una exposición o escuchar un concierto, he gastado de esa forma la suela a lo largo de kilómetros que me llevan desde los territorios más seguros y turísticos hasta los más inciertos y misteriosos, peligrosos.

Al centro histórico lo he vivido de la misma manera que como lo hago de turista en alguna otra ciudad del extranjero. Donde me late me detengo a tomar un cafecito a algún antojo, un tentempié. No voy por recomendaciones, aunque me han servido algunos “tips” de cosas que brinuqé casi frente a mis propios ojos. Y es que hay que mirar al piso para no caerse pero también voltear al frente y arriba, que es donde están los tesoros, como es la manera en que hoy hemos vuelto mi padre y yo para realizar un trabajo de eso: de caminar y seguirnos maravillándonos en ese ambiente único entre edificios coloniales y porfirianos asombrosos, aún cuando la lamentable destrucción de los cincuenta y los setenta se llevó el patrimonio que ni siquiera yo conocí. Me encanta imaginar cómo era lo que ya no está y así tratar de entender cómo la destrucción modificó el entorno. Pienso en aquellos personajes de las fotos antiguas como en los de una obra de teatro: ¿Qué verían, de qué hablarían? Así es como surge esa nostalgia provocada como si me pusiera en los pantalones de mi abuelo paterno, un bohemio que, se ha hecho la leyenda porque nunca lo vimos, era “el alma” de las reuniones en viejos cafés y cantinas que frecuentaba con sus amigos del mundo taurino.

Tal vez por lo mismo encuentro un encanto en la decadencia, aquellos sitios cuyo mobiliario persiste, desgastado. No tengo mucho gusto por lo que se ve nuevo porque eso no tiene historia, lugares en cuyas sillas no se han apostado suficientes nalgas ni retumbado las pasiones del jolgorio en sus paredes. Por eso agradezco la permanencia de los mosaicos del Tenampa en Garibaldi, los gabinetes de la pastelería Madrid, la madera de los pequeños cubículos de madera en Santo Domingo, donde los escribanos se hacían pasar por los amantes iletrados. Me gusta ver que se inclina la Catedral sobre el viejo lago y saber que las ruinas del Templo Mayor las conocemos gracias a que no las conocieron los conquistadores, que destruyeron lo que hubo arriba de ellas. Me gustan los estantes viejos de las librerías de viejo de Donceles; las loncherías de cuya edad dan constancia los letreros pasados de moda y, en contraste, los vitrales decimonónicos del Palacio de Hierro y las escalinatas del Museo Nacional de Arte. A veces pienso que lo nuevo no tiene existencia. Y en el centro histórico casi todo existe.

En el filo de la hermosura, aparece también mucho de lo que no me gusta, como los comerciantes ambulantes que, cada vez más anárquicos, tapan la belleza de las fachadas y desprenden los hedores que interrumpen el sueño. Uno ve correr su suerte entre “diablitos y empujones”, basura, hedores. Las manifestaciones –mal necesario si se quiere en un país de tantas contradicciones y una capital convulsa– se perpetúan ya como una imagen cotidiana que me pesa. Muchos eventos políticos y sociales he cubierto allí; casi siempre lamento la prisa de la cobertura y cada vez me alteran más los gritos de las consignas. En cambio, es triste que sonidos urbanos, muchos de ellos preservados por fortuna en la Fonoteca Nacional, como el de los ¡huachicolotiitos vivos!, se han ido extinguiendo. Otros por fortuna parecen resistir a todo, como el de los organilleros, cada vez más desafinados. La creatividad de artistas, unos más improvisados que otros, imprimen a estas calles su sonrisa: payasos, esculturas vivientes, músicos, performanceros…

Mucho ha cambiado desde aquellos tiempos cuando niño en que mis papás me llevaban a ver a los Reyes Magos a la Alameda Central. Pero en cada visita al centro llevo una mochila con todos esos recuerdos.   

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