Es lugar común hablar del destino cuando ocurre algo fortuitamente. Pero la realidad es que el periodismo próximo a la gente había sido parte de mí, antes que nada.
POR FRANCISCO ORTIZ PARDO
No eran ni siquiera pininos reporteriles pero nos gustaba jugar con la idea. En ambos lados de cuatro hojas tamaño carta acomodábamos retazos escritos en máquina de escribir acerca de lo que suponíamos era el periodismo que cambiaría nuestro pequeño mundo. Ocurrencias críticas, podría llamarles ahora, y con ello quedarme con el recuerdo de que siempre, desde el primer momento en que concebí un periódico, me dio por la rebeldía. El tiraje era de 100 ejemplares en copias fotostáticas engrapadas. Hubo una “segunda época”, un tiempo mejor, en que nuestra modesta publicación fue impresa en un rústico offset, ya con “galeras” con fuentes tomadas de los primeros programas de diseño en computadora
Era sugerente el cabezal, El Chacal, y más el lema: “Periodismo que aniquila”. A veces recurríamos a collages de caricaturas muy combativas que publicaban sobre todo Rius y Naranjo en Proceso, y nos pitorreábamos de nuestra propia inocencia. Éramos irreverentes con la autoridad escolar y asumíamos una posición de “izquierda” derivada del propio entorno al que criticábamos, esa intelectualidad que metía a sus hijos al republicanísimo Colegio Madrid.
Había una sección llamada “Cartelera”, que consistía en parodiar los títulos de las películas, por ejemplo Motel (una película en que aparecía desnuda y en plenitud Blanca Guerra al lado de José Alonso. “El pastito”, remataba el sarcasmo relacionado, que se refería a ese rincón de la secundaria donde los compañeros acariciaban los labios de sus primeros amores. La mención mereció la censura de la dirección general del colegio, lo cual nos puso a Adrián Reyes y a mí enormemente satisfechos, como si nuestro flamante medio informativo tuviera ese singular poder de “sacudir” a la autoridad. La parte “incómoda” fue remarcada con la palabra “censurado”.
Era el nuestro, sin duda, el periodiquito más aventado de entre los que circulaban en la secundaria. La competencia era divertida: Por un lado teníamos el Hora Libre, que editaban muy pulcramente y evidentemente con mejor hechura mis hasta ahora entrañables amigos Ernesto Mora y Sofía Belmar, aunque siempre les hago la broma de que eran muy “fresas”. En su logotipo aparecía un pájaro cucú, como avisando que ya era la hora de la diversión. Mucho más “raspa” era La Grulla, una iniciativa de mi querido y admirado Federico Campbell Peña, cuyo padre era amigo del mío y trabajaban juntos en la revista Proceso. En este periódico, que contaba con el tono chusco y desenfadado que siempre ha sido parte de la personalidad de Federico, participaban algunos otros alumnos, como Hugo López Gatell (sin comentarios). Otro periódico era Petate, dirigido por Luis Granados, el siempre recordado cariñosamente con el apodo de La Rata, hijo del muy reconocido periodista Miguel Ángel Granados Chapa.
Ese fue el inicio de lo que ha sido en mi vida el periodismo comunitario, en ese caso de una comunidad escolar. Al salir de la prepa, después de un lapso en que mis intereses periodísticos cedieron espacio al rock, fundé con amigos vecinos de Villa Coapa una organización de acción comunitaria, AJO, que tuvo su propio medio: Diente por Diente. Y luego, cuando al lado de los frentes cívicos de lucha democrática formé la Iniciativa Joven por la Democracia, apareció El Pinolillo Democrático, bajo el entusiasmo de la inolvidable Cecilia Sánchez Télllez, ya fallecida, y varios amigos más como Emilio Montemayor y Héctor Tenorio, a los que traigo siempre en mis recuerdos.
Era el nuestro, sin duda, el periodiquito más aventado de entre los que circulaban en la secundaria.
De un brinco entré al periodismo profesional, aunque sin hacer periodismo, y me encargué algunos años del archivo de foto de Proceso. En 1996, por la promoción de Vicente Leñero y de nadie más, comencé a reportear para Apro, la agencia de noticias de la revista, donde fui acogido por Gerardo Galarza, que se convirtió en uno de mis maestros, y los editores Ana Cecilia Terrazas, Manuel Robles y Miguel de la Vega. Para esa agencia habré escrito un millar de notas, a razón de cuatro, cinco al día, sobre temas del Senado y del PAN. A pesar de la orden de Leñero, Carlos Puig no me dio la oportunidad de escribir en la revista hasta cuando apoyaría a María Scherer en su debut. La verdad es que tengo para los recuerdos gratos aquel reportaje que escribimos juntos y que se convirtió para ambos en el primero publicado en la revista que por 20 años dirigió el padre de ella como una leyenda. Después de cierta experiencia fui designado para cubrir por 11 meses ininterrumpidos la huelga estudiantil de la UNAM (1999-2000) y luego la campaña completa de Vicente Fox a la Presidencia, al lado de Francisco Ortiz Pinchetti, mi padre, lo que paradójicamente nos llevó al mismo tiempo a salir de la revista.
Es lugar común hablar del destino cuando ocurre algo fortuitamente. Pero la realidad es que el periodismo próximo a la gente había sido parte de mí antes que nada. Tras Proceso pasé por ser editor de política de El Economista y trabajar en asuntos especiales de El Universal. Pero nada como mi Libre en el Sur, que bajo la dirección de mi padre y la estupenda editora fundadora Beatriz González –a quien conozco desde hace 30 años– apareció en abril del 2003.
Aquí confieso que esto nunca fue buen negocio. Suelo bromear que para ganar dinero mejor hubiera puesto una tortería. Pero no hay nada más digno profesionalmente que hacer no solo lo que a uno le gusta, sino hacerlo además con entera libertad y honestidad, al punto de resistir a los intentos subsecuentes de censura y represión (estos sí de a de veras y nada divertidos). Un medio dedicado a las historias de la gente llamada común solo por no ser famosa y porque no ocupa los titulares de los medios grandes.
Así pasaron ya 20 años de una pasión que a veces mengua pero que regresa siempre con la convicción de que uno es así.
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