La exaltación de los grandes pensadores de los dos últimos siglos y el Barrio Latino convertido en la maravillosa caja de resonancia de la intelectualidad internacional en torno de La Sorbona de París, expandieron el mito y ocultaron las contradicciones que hoy se hacen tan evidentes en Francia.
POR FRANCISCO ORTIZ PARDO
Nicolás Chauvin habría nacido poco después de la Revolución Francesa y formado parte del Ejército de la Primera República y posteriormente de las filas de Napoleón Bonaparte que terminaron por abolir esa república. Probablemente apócrifo o soldado de ficción, su figura es mitológica y encarna el orgullo francés, a pesar de que se trataba, según dice la leyenda, de un engreído. Su nombre ha derivado en el mundo con el término chovinismo, que es la exaltación desmesurada de lo nacional frente a lo extranjero.
Forjada su historia moderna entre mitos formulados por la historia de una Revolución Francesa que en realidad resultó tan sangrienta como fallida (la República ha debido ser restaurada en cuatro ocasiones desde entonces), para resurgir económicamente después de la Segunda Guerra Mundial, Francia se surtió de mano de obra barata proveniente de sus colonias, hasta mediados de los años cincuenta. Una inmigración tan importante no tuvo siquiera el menor cobijo por parte de la sectaria sociedad, donde hasta ahora la nobleza de antaño es la que integra la clase política.
El supuesto acceso al poder de las capas populares que emula aquella frase bonita de “libertad, igualdad, fraternidad” es desmentida por los propios grupos raciales que, contando con un pasaporte francés, no se sienten franceses y han desarrollado a lo largo del tiempo una subcultura de resistencia antifrancesa de la que en estos días se nutre la ultraizquierda, tan antieuropeísta como la derecha extrema frente a la que cerró filas.
El resentimiento fue creciendo en la medida de esa marginación, sobre todo de los grupos de musulmanes, herederos de aquellos migrantes originarios de las colonias que fueron padeciendo la falta de programas de integración, los apoyos como al resto de los franceses, que no llegaron sino hasta el inicio de este siglo, demasiado tarde. Ante esa realidad, donde las escuelas con más bajo nivel educativo estaban en aquellos barrios de gente pobre, en el mundo imperaba el mito del ejemplo francés a la humanidad, su alta cultura, cuando de las escuelas especializadas —las grandes écoles— egresaban los mismos burgueses y los mismos nobles de siempre para ocupar las posiciones de poder político y económico.
En el país galo tampoco hubo el mismo trato para los exiliados políticos, pues no era lo mismo ser Pablo Picasso, que se autoexilió allí en 1934, que decenas de miles de refugiados comunes españoles a los que, huyendo de La Guerra Civil, el gobierno francés recluyó –porque no se puede decir de otra forma–, en deprimentes campos de concentración, a diferencia de la cálida recepción que les dieron en México. Francia abandonó a los republicanos españoles cuando no se quiso pelear con Franco por su interés común contra los soviéticos. Recordé ese episodio hace unos días, cuando la selección de España le ganó a la de Francia en la Eurocopa. Y también que los franceses solían decir en forma despectiva que “África comienza en los Pirineos”. Tarde o temprano, ya lo vimos, las expresiones supremacistas germinan en signos políticos tan populares como el de Marine Le Penn.
Con la Unión Europea, Francia encontró un mercado cerrado, con menor competencia frente al mundo, para la venta de sus productos, de tal forma que la ayuda al país ibérico que tanto denostó fue una gran inversión. En contraste con Francia, que importó migrantes de sus colonias a los que luego segregó, la España gobernada por el dictador Franciso Franco fue un país de emigrantes, gente que salío buscando un mejor destino, o incluso la sobrevivencia; la paradoja es que hoy la monarquía española nacionaliza, bajo una ley firmada por el rey, a los descendientes de sus exiliados en el mundo, en un momento en que Europa se está despoblando y surgiendo la amenaza de quedarse sin contribuyentes que sostengan los beneficios para una población que envejece.
En nuestro país prendió una versión romántica de lo francés, a pesar de que fue estimulada por el “villano” de Porfirio Díaz, cuyos restos yacen en París, y de que el único triunfo militar de nuestra historia que podemos contar ocurrió en Puebla frente a las tropas napoleónicas. Nadie dice que no haya ojos para admirar el Palacio Postal de nuestro Centro Histórico, tal vez el más hermoso de toda la ciudad, que aunque ecléctico está inspirado en la arquitectura francesa; y hasta nos gusta decir que la pirámide de cristal en la explanada de Liverpool de Insurgentes se parece a la que está afuera del Museo de Louvre, ahí mismo donde está la Gioconda… que no es francesa. Y yo debo admitir la devoción que le tengo al crossaint. Pero más alla de eso, pienso que el sentimiento favorable a Francia –una nación con la que pocas cosas nos unen, es la verdad– se da porque forma parte de esos complejos culturales no resueltos, como el de la animadversión a los españoles o a los norteamericanos.
La exaltación de los grandes pensadores de los dos últimos siglos y el Barrio Latino convertido en la maravillosa caja de resonancia de la intelectualidad internacional en torno de La Sorbona de París, expandieron el mito y ocultaron las contradicciones que hoy se han vuelto tan evidentes, caída la Francia en la peor crisis política de los últimos cincuenta años, cuando ya se hizo tarde para integrar a esa enorme población de razas diferentes. Atorado en medio, el presidente Macron no sabe qué hacer. Pero esa polarización se sembró hace décadas, cuando surgió la disputa entre católicos y musulmanes –por no decir el odio– y hoy prácticamente es calca en las dos visiones antieuropeístas de le Penn y Jean-Luc Mélenchon, el líder ultraizquierdista que está teniendo problemas para llegar a un acuerdo con los históricos socialistas franceses para poner un candidato común a primer ministro por parte del Nuevo Frente Popular, la coalición que sin más programa que el de hacer frente a la extrema derecha ganó las elecciones parlamentarias pero sin lograr la mayoría absoluta.
Mélenchon, por cierto, ha expresado su admiración por el desaparecido líder venezolano Hugo Chávez y es amigo tanto del presidente ruso Vladimir Putin como de Andrés Manuel López Obrador, el presidente mexicano a quien visitó en su casa de Palacio Nacional hace justamente dos años, el 14 de julio de 2022. Tras el encuentro, Mélenchon festejó la neutralidad de México en el conflicto entre Ucrania y Rusia. Y cuestionó que en Europa primero se planteara cancelar la compra de gas y petróleo a Rusia como forma de presión y posteriormente se acuse a Rusia de utilizar el gas y petróleo como un arma de guerra contra Europa.
A punto de iniciar los Juegos Olímpicos de París –cuya propaganda multimedia exalta otra vez lo francés como lo mejor del mundo occidental, donde se come bien, se bebe bien, se lee y se hace arte bien, se aprecia bien y se piensa bien–, en aquel país de los “ilustrados” reina la zozobra provocada por dos grandes bloques radicales, extremistas, acaso los dos similares justamente en su chovinismo. Serán esos Juegos Olímpicos un homenaje a la diversidad en el mundo, estoy seguro. Pasada ya la “toma de La Bastilla”, habrá que posponer el drama para mejor ocasión. Al fin que en el mundo sobran patos para hacerse guajes.
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