Si la Habana Vieja se cae a pedazos, no pierde sus sones y sus mojitos. Ni los desvelos y decadencias en Pigalle contaminan los cafés de Saint-Germain en París ni las heladas al jazz de Montreal. Y por más que se diga que Iztapalapa es fea, pobre y hasta marginal, ha legado ‘para el mundo’ a sus Ángeles Azules y también una de las representaciones más significativas de la Semana Santa.
POR FRANCISCO ORTIZ PARDO
Las ciudades pasión son como los amores: Tienen problemas. No encuentro en el globo terráqueo aún, de no ser tal vez por la exquisitez de Dubai, que no conozco y es excesivamente cara y elitista, urbe que despierte tantas emociones que no sea caótica a la vez, porque es la gente la que las hace, sus tormentos, sus encuentros y desencuentros. Su extravagancia y su diversidad. Su locura.
Pienso ahora mismo en las jacarandas, tan amadas por unos y tan despreciadas por otros: Que levantan sus raíces las banquetas, las acusan ante mi asombro, que “ensucian” las calles con sus flores cuando para otros forman un hermoso tapiz lila.
En una ciudad como la nuestra, cuando no hay estrés siempre hay una forma de inventarlo.
Las torres altísimas impactan la vista de muchos, sobre todo de los turistas. Pero en el día a día su construcción ha implicado la paulatina pérdida de la tranquilidad de sus vecinos. Y desdibujado su identidad, como en el caso del pueblo de Xoco con Mitikah, cuya vista a los Viveros de Coyoacán le dará más al negocio inmobiliario que lo que Mitikah puede otorgar a los visitantes de los Viveros. Y cuando los de los barrios originarios vuelven a sus fiestas patronales una vez al año, como parte de una resistencia cultural que pretende salvar lo único que no les fue arrebatado, los nuevos habitantes del territorio transformado en colonias modernas y a veces lujosas, se enfurecen porque los fuegos pirotécnicos alteran a sus perritos.
Esas mismas edificaciones de diez, veinte o cuarenta pisos, unas horrendas pero otras joyas de la arquitectura (como lo es Mitikah, según mi criterio estético), muchas veces han atropellado el medio ambiente con talas inmoderadas y violado –impunemente— diferentes leyes relativas al uso de suelo y la convivencia humana.
La modernidad que el capitalismo suele festinar como medida de crecimiento económico y bienestar, y de la que se rescatan indudables mejoras sociales de movilidad y convivencia, ciclopistas, parques, espacios públicos de acceso gratuito para ver y escuchar actividades culturales, se pone en entredicho cuando en vez de más líneas de Metro se da preferencia al uso del automóvil con la construcción de más vialidades y segundos pisos. A algunos les gusta eso: Esa extraña especie a la que acomoda el uso del auto… a pesar del tráfico y la contaminación.
En barrios tradicionales como la Obrera o la Guerrero perduran ambientes ancestrales, surrealistas a la Luis Buñuel y sórdidos del cine de ficheras y de luchadores, que han garantizado la sobrevivencia de subculturas relativas al ambiente nocturno y la gastronomía, personajes entrañables de fotos antiguas y anécdotas de abuelos. Ahí la pasión es sinónimo de identidad. Pero nadie duda de la sensación de riesgo que tienen los que no son de ahí y transitan por sus calles, que suelen estar sucias por el ambulantaje.
Si la Habana Vieja se cae a pedazos, no pierde sus sones y sus mojitos. Ni los desvelos y decadencias en Pigalle contaminan los cafés de Saint-Germain en París ni las heladas al jazz de Montreal. Un balcón de Lisboa sin retazo colgado es mero arte decorativo sin la nostalgia que da la vida entre los callejones con tranvías. Roma es la urbe en que la gente camina, literalmente, sobre las ruinas. Y por más que se diga que Iztapalapa, una ciudad en sí misma, es fea, pobre y hasta marginal, ha legado “para el mundo” a sus Ángeles Azules y también una de las representaciones más significativas de la Semana Santa.
Cuando uno camina por los barrios céntricos de Madrid es cautivado por el ambiente de tertulias en los bares donde sirven suculentas tapas y vinos, con vistas a plazoletas y calles limpias y bien cuidadas. Pero la realidad es que allá y acá esas delicias han provocado la gentrificación que expulsa a los habitantes originales a las periferias. El éxito económico para unos es a la vez el gozo de otros y la desgracia para otros más. Me ha tocado ver a la encargada de un establecimiento en Lavapiés lamentarse, mientras sirve una “ración” de boquerones, que ese barrio ha perdido su carácter mestizo porque los dueños originales, seducidos por la alta plusvalía, los han rentado a migrantes que viven hacinados allí. En cambio para Joaquín Sabina, que habita un “piso” a unas cuadras de allí, el barrio ha sido enriquecido con la multiculturalidad. Y así…
Pienso también en la contrastante Nueva Delhi, a la que hace décadas un embajador gringo definió como la ciudad del “caos funcional”. Y es cierto, porque nadie puede negar su caos, su suciedad, su aglomeración… y sin embargo es posible la vida ahí, sobre todo porque el chai y la espiritualidad la convierten en una inexplicable ruidosa donde se pierde el ruido como en un sueño, agradable aunque fea. Ciudad-pasión de miserias donde los marchantes de un tianguis tan indio con sus ofertas de aromas de sándalo y títeres de madera, lleno de color y desorden, conmueven y divierten a la vez con su histrionismo frente al comprador que regatea como parte de un ritual cotidiano.
Hay otras ciudades armoniosas, pulcras, serenas, hermosas. Correctas. Las que imprimen a la vida la “calidad” de las estadísticas y la promoción gubernamental. Pero esas ciudades, al no tener la locura, carecen de pasión.
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