Libre en el Sur

Compañeras de piernas largas

Comprobé que en estos momentos no tengo la madurez suficiente para ser niña.

POR MARIANA LEÑERO

No recuerdo todos los juguetes de mi infancia, pero las que no podré sacar de mi mente son mis Barbies. Compañeras de juego, compañeras de piernas largas.  

Al principio les adjudiqué nombres ridículos: Candy, Sharon, Cindy, cursiladas americanizadas. Luego se volvieron anónimas; bastaba con los secretos que guardaban. 

Si bien no me identificaba con ellas por su aspecto, los personajes, sus diálogos e historias tenían que ver conmigo.  Cada una eran yo. No porque tenían las chichis bien paradas y sin pezón o por ser largas y esbeltas. Eran yo porque a mis ocho años podía ser y hacer lo que me diera la gana. Gracias a mis compañeras de piernas largas, me convertí en maestra, doctora, ingeniera, mamá, porrista…

Estas compañeras de pelo esponjoso (si no las bañabas), se mantuvieron conmigo con su semblante tranquilo y fingidamente alegre en la soledad que acompañó mi niñez.  Cuando se es niño uno no es consciente de la falta que te hacen los adultos. La soledad se acompaña con historias y juguetes.

Las Barbies me hicieron muy feliz.  Me permitieron ser mujer cuando apenas era una niña.   A mi corta edad vivía sola en un departamento que amueblaba a mi antojo, manejaba un convertible de color rosa, tenía los trabajos que deseaba, salía sin pedir permiso y me besuqueaba con mis novios las veces que quisiera.

Con mis Barbies no había exclusividad ni culpa. Tenía relaciones variadas, salía con mi hermano Ken, quién en ese entonces consideraba mi novio, con el chaparrito de Kid Acero y con el Hombre Biónico que era atractivo pese a su ojo desconchiflado que presumía ver como una águila.  Con quien yo quisiera iba al cine, podía pasear por toda mi casa en mi carro descapotado. Bailaba en la discoteca, tomaba en bares imaginarios con copitas miniaturas cubiertas de gotas de agua y con mis novios hasta nos bañábamos en la tina con burbujas del shampoo de mi regadera.

Mis Barbies eran versátiles y no buscaban marcas o estilos. Se podían vestir con los atuendos más elegantes comprados en Estados Unidos, hasta con los vestidos regionales que vendían en el mercado de mi colonia.

Con el pasar del tiempo dejaron de ser convencionales. Comenzaron a rebelarse y ser más independientes. Iban a marchas del PSUM, cantaban canciones de Silvio Rodríguez y Pablo Milanés, eran pintoras y actrices. Me acompañaban imaginando lo que mis hermanas experimentaban afuera y que yo representaba en la soledad de mi cuarto.

El día que las guardé, me despedí de ellas con respeto, amor y agradecimiento.  Me tocaba salir a vivir mi vida de mujer adulta. La vida de a “deveras”, decidir por mí misma, aprender a dialogar, cagarla y atinarle, seguir siendo yo y no cambiarme a la mañana siguiente.

Pasaron los años y cuando me convertí en terapeuta las saqué de su caja. Quería compartirlas con mis pacientes y así lo hice.

En mi consultorio se jodieron por bien usadas. Con su pelo de estropajo imposible de aplacar, con sus caras cubiertas de mugre, con ropa incompleta y por supuesto sin ningún zapato, las miré con nostalgia. Seguían siendo mis compañeras de piernas largas, cambiadas por fuera pero cargadas de mis secretos e historias por dentro. Con su semblante tranquilo y fingidamente alegre me recordaron mi niñez.

Habría que jugar con ellas, pensé, experimentar lo que hace años viví en soledad. Ser mujer pretendiendo ser niña. Vivir adentro sin pensar en las complicaciones que se viven afuera. Comprobé que en estos momentos no tengo la madurez suficiente para ser niña. Tengo la certeza que no tendré que despedirme de ellas porque he descubierto que estas compañeras de piernas largas siempre vivirán en mí como mis recuerdos.

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