Libre en el Sur

EN AMORES CON LA MORENA / El Cristo y la piedra, donde todo florece

“En esa piedra, en ese corazón tallado, en esa lluvia que siempre cae en julio, está escrito que Tlacoquemécatl seguirá siendo la tierra donde todo florece, siempre que no olvidemos lo que tenemos”.

POR FRANCISCO ORTIZ PARDO

En Tlacoquemécatl del Valle, detrás de un altar de cantera, reposa una piedra ceremonial milenaria que ha visto pasar siglos, ofrendas y sacrificios. No muchos vecinos lo saben, aunque vivan apenas a unos pasos, sumergidos en la prisa de avenidas y en el vaivén de cafeterías con nombres en inglés. Y tiene razón el padre Agustín Martínez Almazán cuando dice que no se valora lo que se tiene.

El padre Agustín, sacerdote greco melquita de rito bizantino, habla con serenidad y buen humor, como quien ha conversado tanto con Dios como con la gente sencilla del barrio. No es arqueólogo ni historiador —lo aclara él mismo con una sonrisa—, pero habla con la seguridad de quien lleva siglos de fe tatuados en el alma. Su interpretación se basa en la tradición oral de sus ancestros otomíes, un conocimiento vivo que, según dice, sigue palpitando en los relatos, en los símbolos y en las piedras que guardan memoria. Nació hace 55 años en Santa María del Monte, Estado de México, y es de sangre otomí. Su vida ha transcurrido entre claustros, campanas y esa liturgia bizantina que se canta casi en susurros. Fue ordenado diácono el 8 de febrero de 2020 y sacerdote un día después, en la Antigua Basílica de Guadalupe, marcando la primera ordenación sacerdotal greco melquita en México.

Hace poco ofreció una charla en la iglesia del Señor del Buen Despacho, en Tlacoquemécatl del Valle, que cada tercer domingo de julio celebra su fiesta patronal. Allí habló de esa piedra ceremonial labrada, que muchos creen mexica pero que él asegura totonaca, hallada en 1950 durante la excavación para levantar el templo. Tiene una cavidad en la parte superior donde, en tiempos prehispánicos, se colocaban corazones humanos extraídos en los sacrificios rituales.

Cuando la encontraron, los pueblos originarios —Tlacoquemécatl, San Lorenzo Xochimanca, Santa Cruz Atoyac, Actipan y San Juan Malinaltongo— se disputaron su posesión. Era demasiado valiosa para dejarla en manos de las autoridades o perderla en los laberintos burocráticos. Aunque no quedó registro del nombre del primer sacerdote que ofició misa en aquel templo, cuenta la tradición que fue él quien logró calmar la disputa, ordenando que la piedra permaneciera en la iglesia, detrás del altar, como símbolo de fe y patrimonio común.

Para el padre Agustín, no hay un choque cultural, como insisten los manuales escolares. Habla de lazos concatenantes, como quien hila piezas sueltas de un collar antiguo. Dice que Jesús llegó a estas tierras como un Quetzalcóatl, barbado, blanco y hasta con taparrabo, como vestían los antiguos mexicanos. Y que el sacrificio de Cristo se asemeja a los ritos prehispánicos, porque ambos son sacrificios por la redención.

Aunque muchos hablan de “sincretismo”, el sacerdote aclara —con ese tono pausado, casi cómplice— que considera ese término de mal gusto. Porque, dice, no se trata de mezclar creencias como quien revuelve ingredientes en una cazuela, sino de reconocer que, en lo profundo, el anhelo humano por lo divino habla un solo idioma, aunque se vista de símbolos distintos.

Otra cosa que subraya el padre Agustín es que, durante los días de la festividad del Buen Despacho, suele llover. Y no es casualidad, asegura mientras suelta una carcajada. Porque el Buen Despacho no es solo un Cristo crucificado, sino la bonanza, la abundancia con que Dios provee lo que el hombre necesita. Tlacoquemécatl significa, en náhuatl, “lugar abundante en tlácotl”, es decir, varas o jaras, con las que se hacían flechas. Y esa tierra era conocida como el lugar donde todo florece.

A propósito del Señor del Buen Despacho, vale recordar que el 24 de julio del año pasado, Libre en el Sur publicó la historia de la imagen: restauradoras explicaron el proceso al que fue sometida esta escultura, una joya novohispana que data de entre 1610 y 1630. El Cristo, de un tono más claro gracias a la limpieza que recibió, regresó a su altar en vísperas de las fiestas patronales que culminaron el 21 de julio.

La restauradora Claudia Alejandra explicó que la escultura está hecha de madera de árbol de colorín, muy ligera —pesa apenas 14.7 kilogramos— y está armada en dos partes unidas por adhesivo. Parte de su interior está vaciada para aligerarla. Un estudio radiológico reveló que la policromía actual está sobrepuesta a la original y que, en una restauración de hace medio siglo, lamentablemente se usó amoniaco, dañando parte de la pintura.

El rostro de El Señor del Buen Despacho.

La intervención reciente consistió en una limpieza meticulosa, resane de pequeñas áreas y rellenado de huecos con madera semejante a la original. Otro detalle fascinante: a diferencia de otras esculturas religiosas de su época, el Señor del Buen Despacho no tiene el cabello tallado en madera, sino que porta una peluca.

A sus pies se conserva la piedra ceremonial labrada de origen prehispánico. Según registros de la arqueóloga Ángeles Segura, se trata de un cuauhxicalli (cuauhtl = águila, calli = casa), un recipiente donde los aztecas depositaban los corazones extraídos en los sacrificios.

El 24 de agosto de 2020, en un relato publicado también en Libre en el Sur, mi entrañable amiga y colega, gran reportera cultural, escribió:

“Considero un raro privilegio el vivir a unas cuantas cuadras de la casa del Señor del Buen Despacho, cuyos pies descansan sobre un cuauhxicalli. Y cada que atravieso el Parque de Tlacoquemécatl —lo que sucede prácticamente todos los días— reflexiono en cómo nuestra cultura se alimenta con diferentes raíces y vienen a mi mente múltiples ejemplos de ello.”

Y es que tiene razón. Hoy, el nombre Tlacoquemécatl da identidad a una colonia que muchos mencionan sin saber qué significa, donde también vive otro pueblo originario, San Lorenzo Xochimanca, y entre ambos se alza el ya célebre Laureano, el árbol monumental convertido en emblema de resistencia.

¿Y por qué no hay choque? Porque, dice el padre Agustín, Dios no tiene cuerpo ni forma, pero vive y permanece. Habita en símbolos distintos y es capaz de hablarle a cada cultura en su propio lenguaje. Por eso, sostiene, no hay tanta distancia entre Quetzalcóatl y Cristo. Quetzalcóatl, que según las antiguas profecías habría de regresar por el oriente, entrando por el Golfo de México, es como Jesús que llegó también por el mar, traído por los conquistadores, pero misteriosamente anunciado en códices que lo describían barbado, blanco y hasta con taparrabo, como vestían los pueblos originarios.

Para él, así como los antiguos mexicanos ofrecían corazones para mantener vivo el universo, Cristo ofreció su propio corazón por la redención. “Cristo escribe con sangre tu redención”, dice el padre Agustín. No es sincretismo vulgar, sino la certeza de que lo divino es uno solo, aunque use distintos nombres.

Y ahí recuerda el Concilio Vaticano II, que proclamó que “había semillas del Verbo desde antes de la llegada del cristianismo”. Esas semillas, dice el padre Agustín, florecieron en símbolos distintos, pero apuntaban todas al mismo misterio de un Dios que siempre ha estado aquí.

Quizá, como bien advierte el padre Agustín, es verdad que no se valora lo que se tiene. Porque vivir en una colonia donde forma parte de la cotidianidad una piedra ceremonial cuyo labrado sigue en magníficas condiciones, es un privilegio.

“Las piedras hablan”, dice el padre Agustín. Y tiene razón. Hablan de un pasado que aún respira bajo nuestros pies. Hablan de la lluvia que solía ser sagrada, de los árboles que siguen dando sombra aunque los acechen las sierras mecánicas y el cemento.

Y acaso —y esto lo digo yo, no el padre Agustín— los políticos amantes de la frivolidad y del oportunismo, a quienes siguen algunos vecinos, no alcanzan a comprender el significado profundo de las raíces culturales e históricas de estos lugares. Por eso prefieren que, junto al árbol, se levante un edificio de departamentos de lujo, alimentando más el encarecimiento y la gentrificación en espacios donde aún subsiste una identidad que no debería perderse.

Porque, en lugar de rendir culto a la lluvia y a la naturaleza, como los antiguos mexicanos, en esta zona donde los árboles deberían ser defendidos con verdadero fervor y las áreas verdes crecer, muchos prefieren admirar las edificaciones de cemento, con sus muros grises y ventanales espejeantes, como si allí pudiera florecer algo más que la especulación inmobiliaria.

Y acaso, en esa piedra, en ese corazón tallado, en esa lluvia que siempre cae en julio, está escrito que Tlacoquemécatl seguirá siendo la tierra donde todo florece, siempre que no olvidemos lo que tenemos. Porque allí —y lo dicen los dibujos labrados en la piedra— se abrazan las cuatro estaciones, los cuatro puntos cardinales y los cuatro elementos. Todo confluye en un mismo lenguaje sagrado que habla de vida, de sacrificio y de renovación. Y quizás, en medio del concreto y las especulaciones inmobiliarias, aún late el eco de aquella sabiduría que entendía que la divinidad se manifiesta en cada rincón del universo, y que Cristo escribe con sangre tu redención, tal como los antiguos mexicanos ofrecían corazones para mantener vivo el mundo.

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