Después de algunos meses, recordando siempre a papá que me insistía afanosamente en que dejara el cigarro, siempre poniéndose como ejemplo de que “cuando se quiere, se puede”, tomé la decisión… y he de confesar que no fue fácil.
POR REBECA CASTRO VILLALOBOS
Hace algunos días celebré mi octavo aniversario sin nicotina, después de cuarenta años de ser fumadora, como dicen, “empedernida”. Aunque en ese tiempo, no fue sino los últimos veinte años que la adicción aumentó, debido (según yo) a los nervios y el estrés que me representaba la carga de trabajo como editora de un periódico local, para posteriormente hacerlo por un desesperante desempleo que viví algunos meses.
Coincide que cuando finalmente obtengo trabajo en la burocracia fue el tiempo que se decretó las oficinas gubernamentales libres de tabaco, por lo menos en mi entidad. Así pues, tuve que reducir el consumo, ya que ello representaba salir de la oficina en Palacio de Gobierno durante algunos momentos de las ocho horas reglamentarias de trabajo, y esconderme en un parque cercano para que no me vieran prender y fumar un cigarro.
Sin embargo, el gusto no les duró mucho a las autoridades. Tiempo después se fumaba en alguna que otra recóndita oficina, de preferencia con grandes ventanas para que saliera el humo –y el olor–, tal como la que yo llegue a tener y no precisamente por escalar nuevo puesto, sino por gusto y benevolencia de mi entonces jefe que me cedió ese tan asediado y privilegiado lugar cuya vista daba al Paseo de la Presa.
Así pues, ese apartado sitio era punto de reunión, por lo menos una vez al día, de algunas y algunos compañeros para desquitar nuestras ansias “echando humo”; hasta que una vecina me llamó para pedirme de favor abstenernos de hacerlo porque sufría de ciertas alergias… o de lo contrario nos denunciaría. La solicitud fue más que aceptada, toda vez que por ser un edificio viejo, se reacomodaron con plafón varios cubículos y lógico que el humo se percibía, pese a las ventanas abiertas de par en par.
Muy a propósito, he de delatar ahora que, previo a mi remoción de la burocracia, era habitual el ya para mi tedioso olor del tabaco en los baños y varias despachos privados, por lo que los espacios libres de humo, que tanto parafraseaban en anuncios y cartulinas, pasó de moda.
Afortunadamente no soy la única persona de mi familia o amistades que dejó ese mal hábito. Desconozco el tiempo que mi padre lo hizo, pero recuerdo cuando decidió dejarlo, argumentando un fuerte resfriado que le imposibilitaba “darle el gusto a la bocanada…” Después mi madre, quien fumaba a escondidas de papá, y previo a una operación de rodilla prometió que no volvería a tomar un “pitillo” (como le dicen en muchos lugares) y seguro también muchas de sus amigas de descendencia española, con las que se reunía cada semana.
De mis amigas, puedo contar varias, aunque una en particular que admiro por su fuerza y tenacidad para no recaer; pese a que ello, como a muchas personas, nos representó constantes peleas con la báscula.
¡Las vueltas que da la vida! Pensar que en mi adolescencia cuando, recuerdo bien, a mi regreso de mi estancia de un año en Denver, Colorado supe que mis camaradas desde la infancia e incluso mi hermana les había dado por ese hábito, me disgusté e incluso lo satanicé.
Y es que desde que viví en Estados Unidos tuve malas experiencias con el cigarro. Una de las integrantes de la familia con la que llegue a vivir, Dianna, le gustaba fumar. Sabedora que sus padres y hermanos le recriminarían ese vicio, opto por ir a mi recámara, ubicada en la parte baja de la gran casa familiar, que más parecía un espacio de entretenimiento, al contar con una mesa de billar, sillones confortables para disfrutar la gran televisión, mesas y sillas, e incluso un bar… lógicamente vacío.
Dianna aprovechaba las ausencias de su madre, amante del golf y una mujer muy sociable; de sus hermanos, unos ya en universidad y otros practicando todos los días algún deporte en la escuela incluso vale mencionar a Suzie, integrante destacada del equipo de natación, o de Helen, una muy animada porrista.
Así, en esas mañanas o tardes, se abría esa puerta que conducía al que mal llamaré sótano, y con cajetilla, cenicero y encendedor en mano me pedía salir de mi habitación para preguntar por mis avances en el inglés y ponerse al tanto de los amigos que llegó a conocer en mi terruño durante su visita de apenas un mes.
En fin, el caso es que el día menos pensado, su madre, quien rara vez bajaba, lo hizo y además del olor impregnado (por estar en la parte baja de la casa, apenas unas cuantas ventanas se podían abrir, de acuerdo a la época de año), encontró las colillas que según mi dizque hermana americana escondía muy bien para después deshacerse de ellas.
Lógico, la señora pensó que era yo la que fumaba. Y así, enfrente de su esposo e hijos, –incluyendo a Dianna–, me regaño de tal manera que quería que la tierra se abriera en esos momentos. A su reprimenda vinieron días o semanas de quitarme el habla, y Dianna jamás fue para aclarar el asunto por lo cual mi madre postiza se quedó con esa mala imagen mía, sin deberla ni temerla.
Remontando a varios ayeres, fue en la Preparatoria, en cuyos salones pero más dependiendo del maestro, era permitido fumar cuando asumí ese hábito, mismo que traté en dos ocasiones de abandonar con resultados infructuosos, primero porque noté mi aumento de peso y en la segunda ocasión, cuando ya la llevaba de gane, tristemente fallece mi padre.
Después de algunos meses, recordando siempre a papá que me insistía afanosamente en que dejara el cigarro, siempre poniéndose como ejemplo de que “cuando se quiere, se puede”, tomé la decisión. He de confesar que no fue fácil. Al principio me apoyaba con unas pastillas, después con vapeadores, hasta que un día me di cuenta que ya no los necesitaba y los olvidé.
A la fecha, pese al permanente desempleo en el que vivo, la maldita pandemia que afianza mi soledad y agrava mi salud mental, estoy segura que no recaeré, teniendo siempre en mente a mi padre, desde donde está, sonreirá feliz de verme y saber que escuché uno de sus tantos consejos de vida.
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