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DAR LA VUELTA / Mi vida en un cine: el Manacar

Durante la infancia, vivir cerca del Cine Manacar lo volvió el lugar para el entretenimiento de los fines de semana; era tan familiar que, antes de que diera inicio la función, mis hermanos y yo echábamos carreritas por los pasillos del cine hasta llegar a la base inclinada de la pantalla, para deslizarnos por esa “resbaladilla” al pie de unas pinturas de colores.

POR ERNESTO LEE

Siempre me ha gustado ir al cine. Ver las películas en una pantalla grande y compartir emociones con otros seres humanos, en el anonimato de la obscuridad, es una experiencia inigualable, como lo es asistir a una función de teatro, a un concierto o a la ópera.

De las gigantescas salas de cine de la Ciudad de México como el Latino, el Diana o el Plaza Condesa, solo nos queda el recuerdo. Pero de esos cines de antaño, el Cine Manacar tiene un significado especial para mí, pues en esa sala viví muchas emociones y vi imágenes que son imborrables en mi memoria cinematográfica.

Fue precisamente al Manacar a donde mi abuela nos llevó a mis primos y a mí, siendo niños, a ver La novicia rebelde. ¡Cómo olvidar el inicio de la película! Una toma aérea de un paisaje de calendario suizo que lentamente se acerca a una joven -Julie Andrews-, que canta y baila en la cima de la montaña.

Durante la infancia, vivir cerca del Cine Manacar lo volvió el lugar para el entretenimiento de los fines de semana; era tan familiar que, antes de que diera inicio la función, mis hermanos y yo echábamos carreritas por los pasillos del cine hasta llegar a la base inclinada de la pantalla, para deslizarnos por esa “resbaladilla” al pie de unas pinturas de colores.

En la candorosa adolescencia, el Manacar fue también el lugar de la cita con la primera novia. Aquel día llegué con anticipación para comprar los boletos y en el suyo escribí: “Te quiero”. Cuando se lo entregué a la que sería mi novia, ella me miró y sonrió con complicidad. El boletero, testigo de aquella silenciosa declaración, le dijo: “Señorita, no puedo cortarle ese boleto, guárdelo”, y se lo devolvió entero. ¿La película? Historia de Amor, con Ali MacGraw y Ryan O´Neal.

En la década de los ochenta comenzó el declive de los cines como los conocíamos hasta entonces; el surgimiento de los video clubes, el aumento de precio de los boletos, aunado a la falta de mantenimiento, poco a poco alejaron a los grandes públicos de las salas de exhibición. ¡Cómo olvidar que en época de lluvias había que abrir el paraguas dentro del Manacar porque llovía sobre algunas butacas!

Hubo intentos por volver a atraer al público a los cines. En el Manacar me tocó escuchar, en vivo y a todo color, a un cuarteto de cuerdas interpretar algunas piezas de música clásica, como preámbulo a la proyección. Sin embargo, la recuperación nunca llegó y el Manacar cerró. Poco tiempo después, tras una remodelación que dividió la gran sala en varias pequeñas, abrió un “complejo” de cines que solo conservó el área enorme de la dulcería original. Pero esta etapa tampoco habría de durar mucho.

El nuevo edificio del Manacar. Foto: Ernesto Lee

Hoy, en el lugar que ocupaba el Cine Manacar y sus alrededores, se alzan la torre y la plaza comercial del mismo nombre, diseño del arquitecto mexicano Teodoro González de León. En planta baja la torre se puede apreciar el que, ahora lo sé, era el biombo-telón que cubría la pantalla del cine con la obra Los Danzantes, de Carlos Mérida, a cuya base corríamos mis hermanos y yo, siendo niños. Para fortuna mía, como un guiño de nostalgia, en ese centro comercial existe una cadena de cines a la que ahora yo llevo a mi hija … y a su novio. Parafraseando a la bellísima Graciela Borges en aquello de “Mi vida en el cine”, lo mío podría resumirse en “mi vida en un cine: el Manacar”.

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