POR VÍCTOR MANUEL JUÁREZ CRUZ
A unos días de la conmemoración de la matanza de del 2 de octubre, en Tlatelolco, y al recordar la desaparición de 43 estudiantes de Ayotzinapan, hace cuatro años, en Iguala, Guerrero, resulta conveniente observar el comportamiento de algunos de nuestros grupos juveniles. Su presente y su destino en juego. Los jóvenes de aquel 1968, el año de la efervescencia estudiantil en todo el orbe, luchaban por sus derechos, tanto de manifestación como de expresión. Se expresaban contra la represión y exigían libertades, frente a un gobierno opresor y represivo.
Hoy, con la reaparición de grupos porriles para reventar la protesta pacífica y justa de estudiantes cegeacheros, en demanda de mejores condiciones de estudio, el cese de la violencia en sus planteles, así como la erradicación del abuso y acoso sexual de sus compañeras. Es de señalarse que los porros no responden a ninguna bandera política e ideológica. Simplemente son jóvenes fáciles de manipular y reclutar con fines perversos de grupos políticos o políticos en particular para crear caos, confusión y violencia.
Si bien es cierto que el rector de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), doctor Enrique Graue ha dado los pasos conducentes para destrabar el conflicto, a través de la apertura del diálogo con la instalación de diversas mesas, la expulsión definitiva de hasta ahora 25 individuos violentos, agrupados en grupos porriles ubicados en planteles de CCH en Naucalpan, Azcapotzalco, principalmente. Falta aún saber los nombres de quienes los patrocinan y apoyan tanto con recursos económicos como logísticos.
Los porros son fácilmente de reclutar. Basta les paguen una lanita, que no va más allá de los 10 mil pesos, darles chelas y vehículos para que acudan a violentar a dónde se les indique. Son jóvenes de clases medias bajas y bajas, habitantes de zonas de bajos recursos. Como hemos observado hay algunos líderes “juveniles” –hombres mayores de 30 años—que aún habitan en los planteles del CCH. Es decir auténticos fósiles que han hecho de la violencia su forma de vida. Si no extorsionan y amedrentan a sus compañeros, se les liga también con la venta y distribución de estupefacientes. Estudiantes de excelencia no lo son, brabucones sí.
Para los porros no luce muy prometedor el futuro. Seguramente no concluirán la carrera y en el mejor de los casos terminarán en el empleo informal. En el peor escenario serán carne de cañón de la delincuencia organizada o ingresaran las filas de la delincuencia común, que de a poco se adueña de la ciudad capital. Tan grave el problema que el actual gobernador interino de la city ha advertido que la policía utilizará ya “la fuerza letal”, es decir tirar a matar contra los malandros.
Las porras, o sea los jóvenes que acuden en grupos números a los partidos de futbol soccer y provocan violencia desmedida, como la vista recientemente en Monterrey, Nuevo León, obedecen a una dizque lógica de apoyo y entrega a su equipo. Lo sucedido en la capital regia no debe de extrañarse. Además de una evidente ineficiencia, y hasta ausencia, de los cuerpos de seguridad de la entidad, queda claro que no hay mandos, ni inteligencia y mucho menos operación. Allá, en el norte, de todos es sabido el grado de encono que hay entre las porras del Monterrey y los Tigres. La Adicción de los Rayados es sumamente violenta, como lo es la llamada Libres y Locos de los felinos.
Al igual que los porros, los grupos de animación futbolística provienen de colonias populares y de bajos recursos. A algunos se les financia con boletos a bajo costo o regalados, se les otorgan espacios en los mismos estadios, con la exigencia de que “se porten bien”. Algunos de estos grupos realizan marchas rumbo al estadio, y previa concertación con las autoridades locales u estatales son escoltados desde su lugar de reunión al estadio. En el pasado encuentro entre los dos grupos rivales, las escenas observadas demuestran la ausencia de efectivos policiacos. Hubo, sí, la presencia de una unidad con tres uniformados que optó por huir y no pedir refuerzos.
La saña con la que los aficionados de rayados atacan a otro de los Tigres es atroz. Lo patean hasta dejarlo inconsciente, ya en el suelo e inerte le arrojan piedras en la cabeza hasta casi matarlo. El estado de salud del joven golpeado es aún muy grave y no se sabe las secuelas que traerá la madriza de que fue objeto.
Hoy, en una triste conferencia de prensa, las autoridades de seguridad de Nuevo León casi se lavan las manos al señalar que sus efectivos huyeron “pues era imposible frenar a la turba”. También como medida “enérgica” decide no haya marchas rumbo a los estadios y que ya no entrarán los violentos a los estadios de Monterrey, como si eso fuera a frenar la violencia. No, no basta eso. Se requieren acciones policiacas, detener a los facinerosos, establecer protocolos de seguridad según la complejidad de las multitudes a contener.
Durante muchos años, el estadio de Ciudad Universitaria fue escenario de esos enfrentamientos entre porras de los Pumas y de seguidores del América. Fue hasta la llegada del doctor Juan Ramón de la Fuente cuando el problema se atacó de fondo. Con el concurso de las autoridades universitarias, directivos del Club Universidad Nacional y autoridades capitalinas fue que se pudo ir neutralizando la violencia en y los alrededores del inmueble.
Se diseñaron protocolos, se instalaron cámaras de seguridad, se trabajó paciente y eficientemente en la logística de la movilización de estos grupos para que no se encontraran, se habló largo y tendido con los líderes de las porras, se instalaron agencias del ministerio público móviles a fin de detener en flagrancia a los violentos, entre otras muchas acciones. De que se puede, se puede, pero implica mucho trabajo y una muy eficiente planeación y mejor operación.
Las familias han regresado al estadio Olímpico Universitario.
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