Ciudad de México, noviembre 1, 2025 23:32
Revista Digital Noviembre 2025

Demodé

“A propósito, traigo aquí aquella vivencia que tuve hace ya muchos años, cuando trabajaba en una agencia de publicidad y le encargaron al copy writer más experimentado que hallara el concepto creativo idóneo para el lanzamiento de una afamada marca de pantalones de mezclilla…”

POR ALEJANDRO ORDORICA SAAVEDRA

Como dice el dicho, bien sabemos que en gustos se rompen géneros, y así cada quien manifiesta su arsenal de preferencias que por igual se vincula a ideas, conductas, hábitos, emociones o a la simple selección de un bien.

En esa dimensión, casi infinita, nuestra vestimenta es relevante y nos conduce a elegir colores, telas , diseños y hasta anexar otras propiedades, inherentes o no, a las llamadas prendas que adquirimos o que en algún momento nos fueron obsequiadas.

Justo en los terrenos de la publicidad, suele añadírsele un componente simbólico o de cualidades supuestas, que el consumidor llega a apropiárselo psicológicamente.

A propósito, traigo aquí aquella vivencia que tuve hace ya muchos años, cuando trabajaba en una agencia de publicidad y le encargaron al copy writer más experimentado que hallara el concepto creativo idóneo para el lanzamiento de una afamada marca de pantalones de mezclilla. Se trataba de añadirle una cualidad e imbuirle una diferenciación que penetrara exitosamente en el mercado juvenil y los pusiera de moda, pues en aquella época a inicios de los sesentas, la mezclilla era propio de los obreros en las fábricas o en las rudas faenas de peones y caporales de la labranza y los cotos ganaderos.

La resultante fue agregar al nombre de la marca un par de palabras que sonaran a estallido de líbido y semen, en términos de una prometida virilidad suprema.

Ejercicio, que se me ocurre ahora revivir dejando volar a la imaginación, y  suponer que Superman elegiría, a su capa voladora, como la prenda favorita; lo mismo Caperucita Roja, aunque en los dientes afilados del lobo; y el Pato Donald, su cachucha, por supuesto; Batman, su antifaz o la bruja de Blancanieves, inconfundiblemente a la manzana envenenada, y el copión de Guillermo Tell, nivelándola sobre su cabeza; la Cenicienta, con su inesperado Príncipe Azul, unidos para siempre por un zapato; o aquel gato, tan astuto como solidario,  que suspiraba por un par de botas para ofrecerle a su amo, envuelta con todo y moño, a la hija del rey… En fin, demás personajes que también se expresan a sí mismos, mediante los atributos de su indumentaria.

A la vez, un hilo conductor que a manera de acertijos tientan con su fantasmagoría a esos intercambios de rupestre interpretación psicoanalítica, muy lejos de los genuinos valores estimativos que asociamos entre nuestro ropaje y sucesos entrañables o significativos.

No obstante, en esas latitudes no debe confundirse con la perturbadora creencia de que hay objetos que tienen un poder especial, que sería una superstición o derivaciones fetichistas, conductas que por cierto el budismo desecha contundentemente y afirmando que sólo el ser humano tiene un valor inherente, mas no una corbata, sombrero, revista o cualquier artículo de que se trate. Pienso entonces en el ejemplo de una reina que no añade nada a ella por más abigarrada o barroca que sea su vestimenta, o a la Venus de Milo, si acaso ligeramente estorbada su belleza por la levedad de una túnica…y mejor de bikinis ni hablamos.

Por fortuna, la razón nos alerta en automático frente a cualquier decadente  rito mágico o colgajo de amuletos , a fin de dejar a salvo en el nicho de la memoria recuerdos fraternales.

Pero más allá de la literatura infantil o el cómic, cada uno de nosotros, tal cual lo sostiene Ortega y Gasset, responde al “Yo y mi circunstancia”, que asimismo estimo blinda esos escondrijos amorosos y entrañables en el catálogo memorioso, ya endulzados o archivados en la franja de lo agridulce, así sea una bufanda, bolsa, collar o aretes, que un cinturón, tenis y hasta un amarre en la muñeca.

En lo personal, cito brevemente unas cuantas prendas que quedaron archivadas en mi emoción, aunque sin el ánimo de fútiles intercambios psicoanalíticos: aquella indumentaria de vaquero que en  mi niñez apareció bajo el árbol, navideño; el inolvidable reloj cuando cumplí  medio siglo de vida obsequiado por quien era mi esposa (de la que lamentablemente enviudé)y  mis maravillosos hijas e hijas, así como sus manualidades elaboradas en la escuela como regalos en fechas conmemorativas,  llenas de ternura y cariño; una camiseta de algodón, simulando un saco de esmoquin, en la que me enfundaba en las cenas de Navidad y Año Nuevo para eludir jocosamente las formalidades caseras de ponerme  un traje en esas celebraciones tan tradicionales; una corbata de diseño exclusivo, pletórica de amorosas manzanas trazadas a mano por Martha, mi gran compañera; y por qué  no, aludir a una especie de vestimenta intelectual, con libros y más libros…Ah, y un suéter de franjas blancas y amarillas, que adquirí con mi primer sueldo y a su vez provocó que mi novia de aquellos días me dijera que parecía un tigre, sin que yo lo creyera y menos sintiera convertirme en ese feroz felino, pues de haber deseado optar por un animal en las parcelas de la imaginería lúdica, hubiera preferido ser un águila porque volar es casi lo único que por sí mismo se le imposibilita a la condición humana, dicho todo esto con una caravana y sombrero en mano, para no desentonar.

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