Tengo un recuerdo vago de un viaje nocturno a Veracruz, en el carro dormitorio del ferrocarril que todavía existía con su chucu-chucu. Pienso que fue el primer contacto con algo que se me volvió una fascinación.
POR FRANCISCO ORTIZ PARDO
¿Podríamos tener todos nostalgia de la infancia?, es la pregunta que lanza Melissa García Meraz en su artículo publicado en la edición de julio de la revista digital de Libre en el Sur, que recién está circulando. La fuerza de la pregunta de Melissa –cuyo texto forma parte de una serie de relatos publicados en este número en torno del verano– está en que es de esas cosas que nadie se pregunta, tal vez porque la vorágine de la modernidad –y su egoísmo— nos hace dar por sentado que no tiene pertinencia pensar en los otros. Pero la pregunta de la académica de la Facultad de Psicología de la UNAM tiene toda la pertinencia, sobre todo para quienes hemos sido privilegiados por las vivencias de la infancia que han marcado nuestras vidas también en un sentido positivo, nuestros gustos, nuestras querencias, las pasiones que en buena medida forjan nuestro destino; y que definitivamente no lo es así para todos.
Sin tener una infancia de lujos, ni mucho menos –y qué bueno— me consta por lo que vivo que tuve cosas muy lindas que me marcaron para siempre. Cuando era niño escuchaba sobre las personas pobres que no conocían el mar y a mí eso me conmovía. Me preguntaba mucho cómo lo imaginarían con su playa con sus conchitas y su sol mientras mi padre me contaba de sus entrañables viajes al Puerto de Veracruz cuando fue niño, prácticamente la única vacación del año que gozaba con su familia.
Veracruz le legó a mi papá una gran nostalgia, y él me la heredó a mí, tanto que acostumbro retomar en mis visitas al puerto algunas aficiones que mi papá disfrutó de pequeño: El café de La Parroquia, los helados del parque Zamora, de donde salían los tranvías que yo ya no conocí, los barquillos y las empanadas del Zócalo… y la visita al mercado de artesanías en el malecón, solo por ver, donde un día me compraron una pequeña arpa con su espejito. Me imagino a mi abuela, Emily Pinchetti, tomando su Menyul en los portales; y a mi abuelo, José Ortiz, necio por no mover un ápice del itinerario, incluida la visita al mercado para comprar frijoles jarochos, esos que son negros y chiquitos y que tienen un sabor único cuando se cocinan en huevos “tirados”. Y también me asomo a la vieja estación del tren, ya cerrada, para volver a imaginar cómo es que llegaban y qué veían, entre otras cosas el Hotel Relox, como María Rojo en Danzón.
Tengo un recuerdo vago de un viaje nocturno a Veracruz, en el carro dormitorio del ferrocarril que todavía existía con su chucu-chucu. Pienso que fue el primer contacto con algo que se me volvió una fascinación, con todo y que para esos tiempos los vagones ya eran viejos y un nefasto sindicato había dado al traste con el buen funcionamiento del sistema, al retardar intencionalmente el viaje para que los empleados cobraran horas extras, además de dar un muy mal servicio en términos generales. Por aquí conté el día que me aventé del tren al llegar a Mazatlán por el insoportable hedor impregnado por el aire acondicionado, de los sudores y la comida de horas de viaje que llevaban los pasajeros. Pero aquel día también realicé, en uno de los descansos que hay en las uniones de los vagones –donde por cierto quedé teñido con el hollín arrojado por el diesel quemado–, una grabación del sonido del tren para lo que, según yo, sería un espectáculo de luz y sonido que montaría en mi maqueta de trenes eléctricos.
Mi afición por los ferrocarriles tuvo una concreción a partir de que mi papá me compró mi primer tren eléctrico, de la marca italiana Lima, que encontramos en la tienda de mi tía Paulita, en Isla Mujeres, a donde llegaban importaciones por tratarse de un “puerto libre” cuando no existía nada cercano a tratados de libre comercio. A Isla Mujeres fui varios veranos de mi niñez y el fabuloso ritual terminó con el inicio de mi primera juventud. La isla era un lugar verdaderamente paradisiaco, con su calle principal toda de arena, algo que con el tiempo se perdió. Al caminar por esa callecita rumbo a la playa en Punta Norte, pasábamos por una panadería de la que surgía el olor irrepetible de la combinación de los bizcochos recién horneados con la humedad salina. Allí adquiríamos panes rellenos de piña, algo parecido al “taco de piña” de los Bisquets de Obregón, que es hasta ahora –gracias a esa nostalgia— uno de mis favoritos. De los paseos con mi mamá por la misma playa tomé el gusto por las french fries, con todo y la pecaminosa catsup, que ahora evito por razones de salud, salvo cuando es imposible contenerme si la salvaje e insana papa frita se vuelve a atravesar en mi vida.
Nuestra estancia en Isla Mujeres solía durar unas tres semanas. Llegábamos en el Boeing 727 de Mexicana de Aviación –una empresa a la que le teníamos fidelidad frente a su competidora Aeromexico por el solo hecho de que mi abuelo, José Pardo, fue su empleado como radio técnico durante tres décadas. Llegábamos a Cancún, de cuyo aeropuerto nos trasladábamos según el caso para tomar el ferry –que transportaba también autos– en Punta Sam o la lanchita de motor en Puerto Juárez. En cosa de unos 50 minutos llegábamos a esa isla de película. Unos pocos minutos antes de que la nave atracara aparecía ante nuestros ojos el restaurante Villa del Mar, propiedad de mi bisabuelo materno, Edilberto. Un día, cuando regresé muchos años después, ya “de grande”, encontré el local del restaurante ocupado por un banco, como en la canción de Joaquín Sabina.
Un viaje de los recuerdos más lejanos fue el que hicimos a la Riviera Maya con mi tía Elvira. Las fotos me dibujan en la memoria la primera vez que visité Tulum, cuando ese lugar era un destino de turistas extravagantes, europeos mochileros pero mucho más respetuosos de la naturaleza, así como el balneario de Xel Ha y su cenote cristalino con peces de colores, mucho antes de que surgiera el elitista X-Caret y sus espectáculos folclóricos que exaltan la cultura mexicana con mil distorsiones para el gusto del turismo gringo. También fuimos a Acumal, que en aquellos tiempos denominaban “la playita más hermosa del mundo”. Sí, es cierto: Éramos privilegiados.
Otros gustos que me acompañan en la vida se los debo justamente a mi tía Elvira. Entre ellos los museos, a donde me llevaba también en vacaciones de verano, sobre todo al de Antropología y al de Historia. Todavía me tocó subir con ella al famoso “Castillo de Chapultepec” por el elevador porfiriano para ver deslumbrado vez primera vez la tina de la emperatriz Carlota aderezada con las leyendas de su locura. Un momento así de sencillo me resultó tan significativo como para escudriñar durante lo que llevo de vida la real vida de los personajes de nuestra historia y hacer la desmitificación propia de la historia oficial, por ejemplo la relativa a Benito Juárez, el prócer que tiene su calle en cada pueblo mexicano. Por otro lado, paradójica y contradictoriamente, no me importa que hoy se confirme que es un mito que Juan Escutia se lanzó con el lábaro mientras los “niños héroes” defendían el castillo de la invasión estadounidense. Todavía me gusta imaginar la escena de una película de ficción, cada vez que vuelvo a Chapultepec, y encontrar el lugar exacto donde habría caído Juan Escutia. Una visita reciente al Museo del Caracol, donde hay maquetas muy bien hechas con personajes a escala sobre diferentes acontecimientos históricos, sentí que rendía un pequeño homenaje a todos esos recuerdos.
Dice Melissa García Meraz en su relato publicado en la revista de Libre en el Sur: “Existen personas que afirman que la pérdida del verano, al igual que la de la infancia, es un momento complejo. Deja atrás la alegría de las vacaciones y la nostalgia de salir a divertirse con los amigos. Otros, en cambio, dirían que no extrañan nada de la infancia, que fue tan terrible que no quieren ni mirar los recuerdos, o que el verano no ha significado nada porque llevan años trabajando sin descanso”. La vida de unos y otros es injustamente dispareja hasta en eso. La nostalgia debería ser considerada un derecho humano.
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