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EN AMORES CON LA MORENA / Los desechables

“El texto que escribí con el corazón abierto no es ajeno a lo dicho por el papa Francisco. Al contrario: es el eco de su mensaje más callado. Más incómodo. Más verdadero. El problema no es el amor. Es el poder”.

POR FRANCISCO ORTIZ PARDO


Hay dolores que matan. Los míos te siguieron amando.

Ahora que el mundo llora la partida del Papa Francisco, sería fácil quedarnos con la imagen más cómoda de su figura: el defensor de los pobres, el heredero de la Teología de la Liberación, el Papa que caminó entre villas, miserias y favelas, que denunció al capitalismo salvaje desde la misma Roma. Todo eso es cierto. Todo eso es admirable. Pero hay un legado aún más profundo, más revolucionario, y por eso más silenciado: su lucha contra la cultura del descarte.

Esa denuncia, tan radical como poética, lo convirtió no solo en un líder religioso, sino en la conciencia incómoda de una civilización que desecha cuerpos, vínculos y emociones. Que borra a quien ya no conviene. Que convierte a los otros en utilidades emocionales de corto plazo. Que aplica el “siguiente” no solo en las plataformas de consumo, sino también en los afectos.

No es casual que esa parte de su legado haya sido la menos celebrada. Porque ahí tocó lo que más duele: la forma en que hemos aprendido a excluir al otro —ya no solo del sistema económico, sino de la vida cotidiana–. Lo que en las periferias se vive como pobreza extrema, en el centro se traduce como abandono afectivo. Y Francisco, con su voz rota pero firme, nos dijo que no. Que eso no era progreso. Que eso era violencia.

Dijo que los pobres eran el centro del Evangelio. Pero también los descartados, los heridos, los rotos, los migrantes del alma, los que duelen demasiado para una sociedad que ya no sabe qué hacer con las emociones verdaderas. Por eso su batalla más honda fue contra la indiferencia. Contra esa pedagogía de lo desechable que se nos ha incrustado en la piel: en las relaciones, en los vínculos, en la forma en que amamos y en la forma en que nos deshacemos del otro.

Francisco habló de una economía que mata, pero también de una cultura que segrega sin necesidad de armas. “Los descartables no solo están en la pobreza extrema. Están en nuestras casas, en nuestras familias, en nuestras comunidades”. Y en nuestros amores. Lo que no es cómodo, lo que exige cuidado, lo que nos confronta con nuestras propias heridas, es empujado al margen. Y ese margen, en esta era, es el olvido.

Yo no puedo evitar pensar en todo eso ahora que se ha ido. Porque el texto que sigue —que escribí con el corazón abierto– no es ajeno a él. Al contrario: es el eco de su mensaje más callado. Más incómodo. Más verdadero.


Me cambió por la comodidad, como quien pregona la justicia social sin ejercerla. No hubo más. Ninguna explicación. Ninguna razón. Ningún gesto que se dignara a nombrar la herida. Y aun así, a quien sufre le toca callar. Porque si uno se atreve a nombrar el abandono, le caen encima los sellos: “tóxico”, “dependiente”, “manipulador”. Como si el amor dolido fuera una patología, y la traición, una virtud terapéutica.

Por recomendación de una amiga común, ella fue a meterse en mi vida. Necesitaba hacerlo para sacudirse las tristezas, los aburrimientos, las frustraciones. Me contó esas historias, me conmovió. Hacía metáforas sobre una relación que la oprimía y por eso corría a mis brazos; casi le salía un poema al enamorarse de mí. Yo no lo busqué pero me pasó la cuenta de su utilitarismo. Decía que el amor por mí era inigualable.

No fue un accidente ni un proceso evolutivo. Fue un acto deliberado. Una anulación. Como quien borra con una tecla todo lo que alguna vez fue vida compartida. Y sin embargo, el que intenta hablar de eso termina siendo señalado. No se permite el duelo si no es clínicamente aséptico, si no se recita desde la neutralidad emocional de un podcast de autoayuda.

Lo más perverso no es el abandono. Es el lenguaje que nos enseñaron para justificarlo. Hoy la compasión no es una virtud. Es una debilidad. En el nuevo orden emocional del mundo, quien tiene empatía por el otro se convierte en sospechoso. Se le mira como un ser no resuelto, como alguien que “no ha sanado”, como si la vida fuera una sala de espera en la que uno tiene que aparecer ya corregido, curado y desinfectado.

Vivimos la era de la superioridad emocional: esa pose que asumen algunos como una armadura. “Yo ya pasé por ahí”. “Yo ya fui tú”. “Yo ya sané”. Y lo dicen con una sonrisa de suficiencia, sin advertir que a veces la sanación no es más que un nombre nuevo para la desconexión. El amor sigue ahí, pero lo enmudecen. El dolor sigue latiendo, pero lo etiquetan. Lo ridiculizan. Lo invalidan.

Y como si eso no bastara, la traición encuentra no solo justificadores, sino seguidores. Lo más cruel es que incluso las personas cercanas al vulnerado —amigos, colegas, supuestos testigos de la historia compartida— terminan por legitimar al traidor. Ya no por convicción, sino por comodidad. Por no incomodar. Por seguir perteneciendo a donde está el poder, el discurso dominante, la falsa calma. Prefieren serle leales al agresor emocional que acompañar al herido. Así se completa el ciclo: no sólo se abandona, también se silencia al abandonado, y se premia al que desecha.

Hemos normalizado el desecho. No de objetos: de personas.

Y conviene también decirlo con claridad: la violencia afectiva no es exclusiva de un género. También las mujeres maltratan. También hay expresiones de crueldad emocional en vínculos LGBTQ+. Este mundo moderno, que presume de avances y diversidad, también excluye a otras víctimas. A quienes han sido utilizados, manipulados, desechados, sin importar su identidad. Porque el problema no es el amor. Es el poder. Y el modo en que se ejerce, incluso en nombre de la libertad emocional.

Hay una pedagogía del abandono que circula como verdad científica. Te enseñan que quien llora, manipula. Que quien extraña, depende. Que quien se enoja por una injusticia emocional, está mal de la cabeza. No hay lugar para la emoción si no es narrada desde la asepsia. Nadie se atreve a decir “me dolió”, porque sabe que del otro lado vendrá la frase condescendiente: “tienes que trabajarlo”. Pero lo que no dicen es que trabajar el dolor no significa anularlo. Que procesar la herida no significa negarla. Que el que no llora, tampoco transforma.

La compasión no es solo una palabra bonita. Es una forma de estar en el mundo. Significa ver al otro sin instrumentalizarlo. Sin usarlo para un beneficio emocional temporal y luego descartarlo como si su historia no tuviera peso.

Y aún más grave: convertimos el amor en un expediente clínico. Si alguien expresa tristeza, rápidamente se le patologiza. Si muestra rabia, se le etiqueta. Si se atreve a pedir explicaciones, se le sentencia. Así, sin una pizca de autocrítica, los nuevos gurús de la emocionalidad despojan al otro de su humanidad. Gurús que —irónicamente— muy probablemente jamás han pisado una terapia real, o han ido con charlatanes, o han formado su discurso a partir de las consejeras del amor, unas estafadoras. Porque es más fácil aparentar equilibrio que construirlo. Más rentable lucir inteligencia emocional que confrontar la propia historia.

Y hay algo más perverso todavía: esas personas que te descartan sin explicación, con una violencia silenciosa, son las mismas que —meses después— son capaces de enviarte una carta donde dicen que tu amor les cambió la vida. La persona a la que más amé, una vez que me ha desechado, una vez que se ha ido sin dar explicaciones, me escribe para decir que fue precisamente mi amor el que le transformó la existencia. Que jamás volverá a amar así. Que no sabrá repetirlo. Y uno, que ya está del lado del desecho, se queda así: con aún menos explicaciones que antes. Con más vacío. Con la certeza de que el daño fue hecho con conciencia, no con ignorancia. Y que no se fue porque no sintiera, sino porque no supo quedarse.

Y lo más doloroso: que para justificar sus celos de traición con los que me agobió, estigmatizó a una persona, a una buena persona que ya ni siquiera está, que murió curiosamente en un viernes de crucifixión. Pero claro: eso a nadie le importa.

Eso no es evolución. Eso es comodidad disfrazada de crecimiento. Y, sobre todo, es desprecio. Desprecio a quien se atrevió a amar sin condiciones. Desprecio a quien sostuvo lo que el otro no supo sostener.

Y tal vez haya en eso una herencia inconsciente, una repetición. Porque a ella —la que yo amé—, que tanto sufrió maltrato, no le quedó más salida que maltratar a quien más la cuidó. Como si el dolor solo pudiera resolverse repartiéndolo.

Francisco, el Papa, lo entendió antes que nadie. Por eso su batalla contra la cultura del descarte fue tan profunda. Porque sabía que el capitalismo económico no era solo una estructura externa: se había infiltrado en el corazón humano. “No hay peor pobreza que la que convierte al otro en desecho”, dijo. Y lo dijo porque sabía que esa pobreza ya no vive en los suburbios: vive en nuestros vínculos rotos.

Y sí: yo sabré perdonar. Aún cuando ella no me haya pedido perdón. Pero también sé que pasará toda nuestra vida sin que eso tenga remedio, porque su comportamiento no lo tiene, y de constancia quedará una cicatriz. A pesar de todo lo que he tenido que remontar yo tengo suerte porque afortunadamente cuento con las herramientas (entre ellas escribir, por supuesto), para seguir adelante. Nadie piensa en que otros se quitan la vida, ahora que ocurre la muerte de manera tan repentina y silenciosa. Unos desaparecen a manos del crimen organizado o encuentran la muerte; y otros se dan el lujo de desaparecer para perpetrar un daño que compite con el que sufren quienes no saben qué les ocurrió a sus seres queridos. Cuánto cinismo por no reconocer los depredadores el derecho que tiene la persona a tener una naturaleza más sensible o menos sensible.

El Evangelio no es solo un llamado a perdonar. Es un llamado a cambiar. A no repetir el daño. A no desechar. A no pisotear. Ese es el legado más incómodo de Francisco. Y, por eso mismo, el más necesario.

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