Diablos Rojos del México: el fenómeno de la Liga Mexicana de Beisbol

Foto: Martín Zetina / Cuartoscuro
Cómo el club más laureado encabeza un boom de asistencia, negocio y experiencia de estadio en la capital.
Del Parque del Seguro Social al “Diamante de Fuego”: cultura, marketing y títulos para reencender el beisbol en CDMX
STAFF / LIBRE EN EL SUR
Desde que sus acérrimos rivales los Tigres dejaron la Ciudad de México en el 2001, después de haber jugado aquí desde 1955, los Diablos Rojos del México se quedaron con el territorio fértil de la exclusividad, a la que su actual dueño Alfredo Harp Helú ha sacado provecho gracias a su gran pasión por el beisbol y por su equipo.
El éxodo de los Tigres, que durante medio siglo habían compartido con los escarlatas la capital en una rivalidad feroz bautizada como la “Guerra Civil”, marcó un antes y un después. De un lado quedó la nostalgia de los clásicos en el Parque del Seguro Social, de otro la oportunidad de que los Diablos crecieran sin sombra y se transformaran en el gran referente beisbolero de la capital.
Del Seguro Social al mito escarlata
La historia de los Diablos comenzó en 1940, cuando Salvador Lutteroth, empresario visionario que ya había fundado la lucha libre en México, y Ernesto Carmona, entusiasta promotor, decidieron darle a la capital un equipo de beisbol que compitiera en la Liga Mexicana. Vestían de rojo, pero lo que les dio identidad fue una frase casual: tras una remontada, un cronista exclamó que jugaban “como diablos”. El grito se quedó, y con él el destino de una novena que, con los años, se convertiría en la más ganadora del circuito.
La primera década fue de aprendizaje, pero en 1956 llegó el primer campeonato, y con él la convicción de que la ciudad tenía un equipo capaz de dominar. Le siguieron los títulos de 1964, 1968, 1973, 1974, 1976, 1981, 1985, 1987, 1988, 1994, 1999, 2002, 2003, 2008, 2014 y 2024: diecisiete en total, un palmarés inalcanzable en la LMB. Cada corona fue una página de una historia que creció al ritmo del propio desarrollo urbano de la Ciudad de México.
El Parque del Seguro Social, inaugurado en 1955, fue durante más de cuatro décadas el hogar escarlata. Se levantaba en la colonia Narvarte, rodeado de vecindades y comercios, y los domingos se transformaba en templo. Las familias llegaban temprano para encontrar asiento: padres, hijos, abuelos y vecinos con tortas envueltas en servilletas y refrescos en botellas de vidrio. El sonido de los radios de transistores era inseparable del bullicio: los aficionados veían el juego y al mismo tiempo escuchaban la narración, como si necesitaran esa doble capa de emoción. Los cronistas se convirtieron en parte del espectáculo.
El más recordado fue Pedro “Mago” Septién, capaz de recitar alineaciones enteras y estadísticas como si fueran versos. Su voz pintoresca hizo del beisbol un relato vivo. Junto a él, Fausto Cota con la potencia de la XEW; Tomás Morales con su cadencia sobria; Pepe Alameda, más célebre en box y toros pero también con incursiones en el diamante; Enrique Kerlegand, enciclopédico y preciso; Óscar “El Rápido” Esquivel, dinámico; y más tarde Guillermo Celis, Antonio de Valdés y Pepe Segarra, quienes dieron continuidad a esa tradición oral. En el Seguro Social era común ver a un aficionado reaccionar medio segundo antes que los demás, porque escuchaba al narrador anunciar la jugada antes de que sus propios ojos la confirmaran. El beisbol era, en la capital, un diálogo entre el diamante y las ondas hertzianas.

Y estaba la comida, parte inseparable del ritual. Los vendedores de semillas lanzaban bolsitas desde un pasillo hasta la fila veinte con la precisión de un pitcher; las porras inventaban cantos cargados de ironía; y desde afuera del parque comenzó a llegar un aroma que se volvió seña de identidad: los tacos de cochinita pibil. Primero fueron un puesto improvisado, luego parte oficial de la experiencia. Ese sabor anaranjado, con cebolla morada y salsa, se volvió tan entrañable como el propio juego. La cochinita sobrevivió al cierre del Seguro Social, emigró al Foro Sol y ahora se vende en el Estadio Alfredo Harp Helú: comerlos es casi tan obligatorio como gritar un jonrón.
La “Guerra Civil” contra los Tigres convirtió cada temporada en una batalla capitalina. La ciudad se dividía en dos colores: escarlata y bengala. En el estadio, los Tigres se colocaban en la tribuna felina por el lado de la tercera base, los Diablos en primera. Esa división territorial hacía del juego una metáfora de la ciudad partida. Insultos, ocurrencias, cánticos… todo con humor y sin violencia. El público era inteligente, apasionado, conocedor. Y ahí, entre risas y discusiones de box score, las mujeres tenían un papel central: siempre activas, entusiastas, antes de que se hablara de inclusión ya eran pilares de la afición escarlata.

Hubo muchos juegos memorables, pero ninguno tan largo y apasionante como el disputado el 30 de agosto de 1977 en el Parque del Seguro Social. Aquella noche, que se prolongó hasta la madrugada, Diablos y Tigres se enfrascaron en una batalla de 20 entradas. El marcador final fue 6-5 a favor de los escarlatas, pero más allá del resultado quedó la resistencia física y mental de ambos equipos y el fervor de un público que no abandonó la tribuna. Cada turno al bat era un drama: los Tigres amenazaban, los Diablos respondían, los relevistas se quedaban sin recursos. Se cuenta que algunos vendedores agotaron su mercancía desde la entrada quince y que los aficionados improvisaban cánticos para espantar el sueño. Cuando cayó el último out, ya entrada la madrugada, los jugadores fueron ovacionados como héroes de guerra. Ese maratón quedó inscrito en la memoria como la esencia misma de la rivalidad: pasión, entrega, ingenio en las gradas y un espectáculo que parecía no tener fin.
En medio de esa época surgió la figura de Benjamín “Cananea” Reyes, el manager más grande en la historia de los Diablos. Sonorense irreverente, disfrutaba las mentadas de madre y las devolvía con sonrisas cómplices. Dirigió al equipo en tres etapas y lo llevó a cinco campeonatos: 1968, 1973, 1974, 1976 y 1981. Bajo su mando, los escarlatas fueron una máquina ganadora. En esas décadas brillaron también Nelson Barrera, el máximo jonronero de la LMB; Daniel Fernández, emblema de velocidad y constancia; Ramón “Diablo” Montoya, caudillo en el campo; y José Luis “Borrego” Sandoval, el eterno capitán que mantuvo viva la mística hasta el nuevo siglo.

El cierre del Seguro Social en 1999 dejó un hueco sentimental. Los Diablos se mudaron al Foro Sol, un estadio adaptado, sin la mística del viejo parque, pero que permitió la sobrevivencia en una ciudad cada vez más futbolera. Ahí llegaron títulos en 2002, 2003 y 2008, y en 2014, justo antes de dejarlo, levantaron el campeonato número dieciséis. Fue el fin de un ciclo, pero no de la pasión.
El “Diamante de Fuego” y la era Harp Helú
El sueño de Alfredo Harp Helú se concretó en 2019 con la inauguración del Estadio Alfredo Harp Helú, un “Diamante de Fuego” con capacidad para 20 mil espectadores. No era solo un estadio: era un centro cultural. Incluía museo, restaurantes, zonas familiares y una arquitectura que convirtió al beisbol en experiencia urbana. Ahí, en 2023, se jugaron partidos oficiales de Grandes Ligas entre Padres y Giants, y en 2024 los Yankees llenaron las gradas en una serie de exhibición que agotó entradas en horas.
Alfredo Harp Helú no quiso un estadio cualquiera: al diseñar el Estadio Alfredo Harp Helú, encargó al maestro Francisco Toledo una obra que no pasara inadvertida. Toledo diseñó la reja perimetral que rodea el estadio, una estructura de más de 200 metros lineales decorada con figuras de bates y pelotas en movimiento, cortadas con láser en metal, que buscan capturar visualmente el viaje tenso de una curva o un slider. Esa reja actúa como “el cinturón del infierno escarlata”, delimitando un espacio donde el deporte se convierte en espectáculo cultural. La intención estética —y simbólica— de esa pieza es clara: que con el paso del tiempo, la reja “sangre” o se oxide, transformándose poco a poco en un icono vivo de la pasión, el desgaste y la memoria del fanático beisbolero. Entrar al estadio y atravesar esa reja es entrar a una dimensión en donde cada lanzamiento, cada batazo y cada festejo tienen un sentido profundo y visual que cruza el umbral del diamante.
El 2024 fue el año del campeonato número diecisiete, conseguido frente a Puebla, que cortó una sequía de una década. Los Diablos rompieron récords de asistencia con más de 592 mil aficionados en la temporada y un promedio de 11,694 por juego, cifras nunca vistas en la LMB. El equipo regresaba a la cima, ahora en un estadio propio que era orgullo capitalino.
El proyecto de Harp Helú no se detuvo ahí. En 2025 los Diablos se convirtieron en el primer equipo de beisbol latinoamericano en cotizar en la Bolsa Mexicana de Valores, con más de seiscientas mil acciones listadas. La franquicia dejó de ser solo un club deportivo para convertirse en empresa con inversionistas, transparencia y proyección internacional. A la par, la Academia Alfredo Harp Helú en Oaxaca sigue formando talento joven y el Museo Diablos preserva la memoria escarlata.
Y la temporada 2025 confirma el fenómeno. Los Diablos se convirtieron en el primer equipo en la historia de la Liga Mexicana en hilar dos temporadas consecutivas con porcentaje de victorias arriba de .700. Una cifra que los coloca como amplios favoritos para conquistar la Serie del Rey y lograr dos campeonatos consecutivos.
Con una nómina costosa que mezcla figuras internacionales como Robinson Canó y Aristides Aquino con prospectos de la academia, el equipo se ha vuelto prácticamente invencible. Al mando del manager Lorenzo Bundy, los escarlatas han equilibrado un bullpen sólido con una ofensiva demoledora, y la afición sueña con un título número dieciocho que refrendaría la era moderna de los Diablos.

Hoy, los Diablos son tradición y modernidad. En las gradas del AHH conviven los tacos de cochinita heredados del Seguro Social con hamburguesas gourmet que atraen a nuevos públicos. En el campo, veteranos de Grandes Ligas se mezclan con jóvenes mexicanos. Y en la memoria, la nostalgia de la Guerra Civil contra los Tigres, la sonrisa irónica de Cananea, los jonrones de Nelson Barrera y las carreras de Daniel Fernández se cruzan con la certeza de que el beisbol, en la Ciudad de México, sigue siendo escarlata.
Los Diablos Rojos del México no son solo el equipo más ganador de la Liga Mexicana de Beisbol. Son la memoria viva de una ciudad que los ha acompañado por más de ocho décadas, desde el Parque del Seguro Social hasta el Diamante de Fuego. Son el rugido de la tribuna felina en tercera base y el ingenio de la porra escarlata en primera. Son la herencia de una afición culta, familiar, femenina y apasionada. Y son, también, el presente de una organización que se ha vuelto empresa, espectáculo global y fenómeno urbano.
Entre recuerdos y victorias, tacos de cochinita y acciones bursátiles, los Diablos siguen siendo, como aquel cronista lo dijo en 1940, un equipo que juega “como diablos”.