Libre en el Sur

DAR LA VUELTA / El glorioso Manacar

“Nos enfilamos a la sala que marcaba el ‘código’ y ¡oh sorpresa! no había ningún tipo de control para entrar a ellas, los suelos estaban sucios, viscosos, como antaño, pero sin aquella gracia, con salsa tipo Valentina tirada, y nuestra película no estaba donde se suponía debía hacerlo”.

POR DIEGO A. LAGUNILLA

Referente sinigual para nuestra demarcación ha sido el del “Cine Manacar”, muchos nos enamoramos del género cinematográfico gracias a dicho centro, el cual normalmente proyectaba películas que se denominaban “taquilleras” (dirían las nuevas generaciones blockbusters) por la fuerte demanda que generaban y que además requerían de un gran espacio para poder acomodar a la concurrencia que muchas veces tenía todo menos que respetable, recordemos que eran tiempos sin internet, ni Netflix o siquiera teléfonos celulares.

Encontrar boleto era ya de por sí un gran triunfo, seguido de conseguir un buen lugar que dejara ver sin problemas la pantalla y poder además escuchar a todo el “surround” envolvente de sus grandes bocinas, mientras muchos de los niños corríamos por sus pasillos a lo largo y ancho del cine, incluido, claro está, el espacio debajo de su enorme y encortinada pantalla -llegué a jugar con pelota ahí abajo, por increíble que parezca-.

Recuerdo haber ido al “estreno” de la anhelada Guerra de las Galaxias, con playera incluida, a fines de los años setenta, de ver La Espía que me Amo de James Bond, con el temible mandíbulas, de cerrar los ojos cuando aparecía el Spielbergriano Tiburón, y de querer boxear inmediatamente al adentrarnos en el mundo del Rocky Stallone y llorar junto con él cuando clamaba por su amada Adrian(a), después de recibir tremenda paliza en el ring.

También de no querer subir nunca más a un avión después de “volar” en Aeropuerto 77, de emocionarme como pambolero que soy, al escuchar gritos, chiflidos y mentadas cuando seguíamos el juego de futbol entre los “aliados” Pelé, Ardiles y Bobby Moore contras los “nazis”, comandados por Max von Sydow, en la célebre Escape a la Victoria; acompañados, eso sí, por los dulces que se compraban en el Sanborns de afuera, o por las palomitas y los riquísimos chocolates escalona de adentro, lo cual convertía al suelo del inmueble en una especie de arena movediza pegajosa y grasienta, imposible de limpiar, pero aun así ¡éramos felices!

Con el paso de los años atestiguamos como el lugar que parecía inamovible e intocable, cerraba sus puertas, para registrar uno de sus dos grandes y tremebundos cambios; primero al convertirse en un multicinema, mucho mejor al que había en Plaza Universidad, donde incluso era factible tener ¡un asiento reservado y numerado!, de no creerse, y donde pude ver junto con mi queridos amigos Ferri y Tito, la negra, ácida y divertidísima película El Día de la Bestia del, por aquellos años, joven, director, Alex de la Iglesia.

El segundo terremoto sería cuando derrumbarían todo y levantarían el complejo que hoy habita su original espacio, con torre “Metlife” añadida, como en Nueva York y bajo diseño de nuestro renombrado González de León, reconozco que me gusta. Edificio que se acompaña por diversas tiendas, restaurantes, goKarts, boliche y por supuesto ¡cines!, aplaudo que se mantuviera y respetara el espíritu original.

Me entero de que el título de Manacar obedece a una suerte de acrónimo de los nombres Manuel, Antonio y Carlos –“desarrolladores” originales del sitio-, que supongo no esperaron ni en su sueño más guajiro que el neologismo sobreviviría y se implantaría como lo hizo en el imaginario chilango juarense.

Hace unos días decidimos con mi familia ir a ver la última parte de la entrañable “Indiana Jones”; entré a la página de Cinemex un miércoles, escogí la función del sábado 22 de julio a las 8:10 pm, con asientos en la fila F, lo cual nos dejaba una distancia amable para poder ver la película con tranquilidad, comodidad y emoción de hacerlo ahí, precisamente en ¡el “Manacar”!

Llegamos una hora antes, deambulamos por el lugar y nos enfrentamos a una literal “marea rosa” que en términos generales nos pareció simpática por momentos y por otros preocupante de verles a todos cortados literalmente por la misma tijera “plástica”. Contexto barbiano -de Barbie- detrás.

Nos enfilamos a la sala que marcaba el “código” y ¡oh sorpresa! no había ningún tipo de control para entrar a ellas, los suelos estaban sucios, viscosos, como antaño, pero sin aquella gracia, con salsa tipo Valentina tirada, y nuestra película no estaba donde se suponía debía hacerlo.

Busqué ayuda, no había a quien acudir, hasta que divisé a una señorita en una especie de mostrador “ViP”, me acerqué a ella, analizó la copia que llevaba de los boletos, se metió a la computadora y después de ver algo, me informó muy amablemente que necesitaba acudir al “gerente en turno”.

Hasta ahí, todo marchaba “razonablemente”; volvió acompañada del “administrador”, el cual de solo verlo no me dio confianza, el caballero desde un principio se mostró en una suerte de defensiva y velada agresividad, si se me permite el término, donde me tuteó como si nos conociéramos de toda la vida, lo cual sinceramente me molestó y me cuestionó que ¿cuándo y cómo había realizado la compra? Para responderme que el problema era del ¡sistema!, el cual había cambiado un día después de la compra y que, “pues”, no había mucho que hacer, salvo que aceptara meterme en una siguiente función en los lugares reservados para personas con discapacidad, que por supuesto no acepté, por los lugares, que normalmente son los peores (sintomático de nuestro estúpido acercamiento al tema) y también para no afectar a los probables espectadores que podrían llegar y necesitar realmente del espacio.

Después de la frustración consiguiente y ver la cara de tristeza de mi hijo solicité el reembolso, lo cual se negó tajantemente, bajo otra vez del argumento que era culpa ¡del sistema! Y que si había alguna posibilidad le tenía que dar todos los datos de la tarjeta de crédito con la que había realizado la compra, lo cual le respondí casi riendo que ¡segurito se los iba a dar!

Dentro de una supuesta “magnanimidad” de su parte, casi, casi, me tenía que disculpar por meterlos en el embrollo, dado que me indicó que “era el primero que aparecía con el problema”, me podía dar unos “pases” para acudir otro día, bajo la condición que no pasara de un mes y fuera en el mismo lugar.  A regañadientes los acepté.

Al día siguiente nos fuimos a otro sitio, disfrutamos enormemente del “estreno” y el mal sabor de boca por lo vivido la noche anterior se neutralizó gracias a una rica y fría Fanta “sin azúcar” acompañada de la emoción de mi nene y de la mano de mi nena.

Pienso en los diferentes momentos y reconozco que el factor clave para pasarla bien no está en el lugar como tal, pero sí en la gente que lo provoca y lo convoca, no solo por la querida, si no por toda aquella que nos acompaña y cobija, ya sea en la memoria o en el vaporoso presente y que ningún imbécil o grupo de ellos me haría cambiar de opinión.

“Echo de menos el desierto y también la mar; levantarme cada mañana preguntándome qué maravillosa aventura nos deparará el nuevo día… No creo en la magia, pero a lo largo de mi vida he visto cosas que no puedo explicar, mi conclusión es que no importa tanto lo que creas, si no la intensidad con que lo hagas”…

¡Que así sea Indiana Jones!

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