POR MARIANA LEÑERO
Comer tacos de arroz rojo, con trocitos bien picados de verduras en tortillas recién salidas del nixtamal es uno de los mejores placeres que tengo grabados de mi infancia. Recuerdo abrir la puerta al llegar de la escuela, dirigirme a la cocina, destapar el sartén, y con una cuchara en mano y con una tortilla en la otra, zampar una muestra bien surtida de arroz grasiento. Tenía una rutina particular, después de formar mi manjar, me dirigía a la ventana y me envolvía como taquito con la cortina que la cubría. Permanecía así hasta que llegara la hora de la comida.
Pero en mi infancia no todo fue sabor arroz. En uno de esos días, con taco en mano y caminando hacia el ventanal, me detuvo la figura de mi hermana. Mi bella hermana. Pelo brillante, sonrisa espectacular, ojos, cejas, todos esos detalles que mi cara regordeta y cejas de azotador ansiaban algún día poder ser.
Ese día estaba terminado los últimos detalles de su trabajo final de pintura: “Paleta cromática”. Con la curiosidad infantil que me caracterizaba me asomé a ver el resultado. No era cualquier trabajo. Tenías que pintar en un papel cartoncillo, tamaño “cartulón”, círculos y columnas con todas las combinaciones de colores. Colores primarios, colores secundarios difuminados del más claro al más oscuro. Los colores se mezclaban unos con otros interminablemente. El resultado, una hermosa paleta de colores.
Se le veía feliz y orgullosa, soplaba cuidadosamente para secar las últimas pinceladas de su trabajo. Tan embobada estaba, que al acercarme de mi taco cayó un granito de arroz rojo grasiento, y otro y otro y después otro. Manchaban sin piedad los últimos espacios en blanco que quedaban del trabajo. No llegué a escuchar, el ¡Mamaaa! que seguramente Eugenia lanzaba gritando furiosa. Salí corriendo despavorida. Aparecí en la calle, jadeando y con una culpa tamaño camión.
No sabía a dónde ir pero había oído a mi mama decir que Dios todo lo perdona y me dirigí a la iglesia del barrio. Estaba dispuesta a pedir perdón de rodillas, cantando, susurrando, de cojito, todo.
Eran las 4 de la tarde, la iglesia estaba oscura y en silencio. Pensé que no había nadie. ¿Quién comete pecados a esa hora? Pero para mi sorpresa ahí en la mera esquinita, estaba una mujer hincada enfrente de un cajón estilo castillo miniatura. Se persignaba con gran pasión y varias veces. Me formé y esperé mi turno. Me tape la cara cuando se fue para no ser descubierta, e inmediatamente se abrió una puertecita. Ahí apretado el padre abrió sus ojos al verme.
–Pero niña, que haces aquí, ¿ya hiciste tu primera comunión?
-No, no la he hecho padre, pero he pecado, necesito que Dios me perdone-
-Tú no puedes confesarte, “los niños no pecan”.
Seguro no conocía a mi hermana, y menos había visto el trabajo que había arruinado. Pero aun así solicitó que me persignara. Me dispuse hacerlo, pero antes de que mi mano se postrara en medio de mi frente, como lo sabía hacer, sentí un manotazo.
-Con la izquierda no se persigna, niña, ¿qué no te han enseñado tus padres?
Soy zurda, quise decirle, pero me desesperé, no podía cargar con dos problemas a la vez. Decidí levantarme y dejarlo hablando solo. Si ya tenía un pecado, no importaría tener uno más. Y así fue como me acerqué al altar.
-Dios mío perdóname, he pecado-
No sé si Dios había tenido tiempo para recolectar todos los hechos y saber si yo podía ser perdonada. Al menos me sentí tranquila, pero sabía que no había Dios, ni perdón que me evitara el regaño que me estaba esperando en casa. Y así fue. Lo bueno es que con el pasar de los años, Eugenia me quiere y ella me ha perdonado.
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