Ciudad de México, noviembre 1, 2025 12:02
Revista Digital Noviembre 2025

Donde el tiempo se teje

“Cuando llegaba el otoño, los cuadros cambiaban de color. Ya no eran tan vivos como en verano; los tonos se volvían más tibios, como si el tejido recordara el sol que se estaba yendo…” 

POR NANCY CASTRO

Aún está en el armario la mañanita que un día me tejió mi abuelita.

–¿Cuándo la voy a poder estrenar, abuelita?

–Pronto –me contestaba, meciéndose en su silla.

Cuando terminaba de cocinar y le daba al platillo la aprobación de exquisito, se ponía tan feliz que, animada, subía a la huerta. Entonces me decía que tejería un par de cuadros.

–Y si el buen tiempo me lo permite, hasta tres.

Yo iba detrás de ella, porque sabía que la tarde nos alcanzaría no solo para tejer, sino también para contar alguna historia, algún “aún extraño a mi madre”.

–¿Dónde está tu madre, abuelita? –preguntaba.

–Allá arriba –decía, señalando el cielo–. Pues alcánzala.

Y se reía tanto.

–Algún día, hija, algún día.

La mañanita, hecha de cuadros de muchos tiempos y tejidos olvidados, concentraba olor a hierbabuena. Mi abuelita, cuando tomaba el sol en la esquina de la huerta, tejía un revés y un derecho hasta que la luz se escondía detrás de los muros. Extendía los cuadros, y allí se quedaban días. Sus agujas no eran constantes: a veces todo un mes, o una estación entera, se quedaban sin ser batidas entre los estambres. Mucho ánimo se necesita para darle una buena impresión al cuerpo.

Cuando llegaba el otoño, los cuadros cambiaban de color. Ya no eran tan vivos como en verano; los tonos se volvían más tibios, como si el tejido recordara el sol que se estaba yendo.  A veces mi abuelita se quedaba mirando los ovillos, sin tocarlos, con las manos sobre el regazo. Decía que el viento de octubre traía consigo el cansancio de las flores, y que por eso los tejidos dolían más en las muñecas.

–Mira, hija –me decía–, cada puntada guarda su propio clima. Si el estambre está tenso, es que el día fue largo; si está suelto, es que el alma respiró un poco.

En el otoño, el telar de sus dedos se movía más lento, como si buscara algo que no estaba del todo en la madeja. Entre las hojas secas, a veces tejía sin hilo, moviendo solo las agujas, como si recordara el gesto más que la prenda.

La mañanita seguía creciendo despacio, cuadro por cuadro, con colores que olían a humo y a tierra húmeda. Yo pensaba que, cuando la terminara, el frío ya no nos alcanzaría nunca. Pero ella solo sonreía, y decía que el tejido más hermoso siempre se quedaba a medio hacer.

Cuando el invierno llegó, la huerta se volvió un silencio. Las matas de hierbabuena se encogieron, y el olor que antes llenaba el aire se volvió apenas un hilo, como el último suspiro de algo que se resiste a irse.

Mi abuelita ya no subía tanto. Decía que el frío se le metía en los huesos como una aguja torcida. Yo le alcanzaba sus estambres, pero a veces los miraba sin reconocerlos, como si fueran madejas de otro tiempo. Tejía un par de vueltas y luego dejaba caer las manos, rendidas sobre su falda.

–El hilo se adelgaza con los años –me decía–. Hasta el tiempo empieza a deshilacharse.

Entonces comprendí que su manera de tejer era una forma de quedarse un poco más. Cada cuadro que unía a la mañanita era una estación guardada, un día que no quería que se fuera del todo.

Una tarde, el sol entró débil por la ventana. Su luz cayó sobre los cuadros extendidos, y el tejido pareció encenderse, como si todavía respirara. Mi abuelita cerró los ojos, y por un momento el ruido de las agujas fue el único sonido del mundo. Luego todo se quedó quieto, como si el invierno, al fin, hubiera terminado de tejerla.

Después de que mi abuelita se fue, la mañanita quedó doblada sobre la silla. Nadie se atrevía a moverla. Durante un tiempo, el aire de la casa olía a hilos, madejas guardadas, a hierbabuena seca. Yo pasaba frente a ella y sentía que me miraba, que los cuadros respiraban todavía.

Una tarde por fin, me la puse.  Pesaba distinto, como si el tiempo se hubiera quedado dormido entre sus hilos. Al ponérmela  sentí el roce del estambre contra la piel, y algo dentro de mí reconoció el calor de sus manos.

Desde entonces, la mañanita creció conmigo. Cada invierno la sacaba del armario, y parecía que los cuadros se ensanchaban, que la prenda encontraba su forma en mi cuerpo. Había uno azul que siempre olía a lluvia, otro verde que me recordaba la huerta, y uno rojo que, al tocarlo, todavía me hacía escuchar su risa.

A veces me sorprendo tejiendo sin pensarlo, girando la hebra igual que ella, como si sus dedos guiaran los míos. Entonces entiendo que no se fue del todo: siguió creciendo conmigo, puntada a puntada, en la paciencia del hilo y en la tibieza de lo que aún guarda su nombre.

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