Desconozco si he actuado bien al hacerme de tantas cosas suyas y conservarlas, aunque todavía me preguntó dónde tendría esas alas, que buena falta me hacen para usarlas e ir a visitarlo, cuando en días como hoy (lunes 17 de agosto) tengo mi corazón quebrantado y requiero de su cálido abrazo y de su beso…”
POR REBECA CASTRO VILLALOBOS
Parece que fue ayer. Era un jueves. Después de estar toda la tarde con él, lo dejé casi listo para que la enfermera en turno lo llevara a acostar, y antes del acostumbrado ritual de cambiarse la ropa por una piyama, al darme la bendición para que llegará con bien a mi casa me entregó el papelito que era ya un hábito suyo guardarse en la bolsa de su camisa.
No era un papelito cualquiera. Si bien lo cambiaba diariamente, tenía su fragancia inconfundible, la que conservaba rociándolo de cierta loción que aún se conserva en la casa y cada que puedo, la tomo, la abro y la esparzo un poco en ese papelito que conservo en una pequeña bolsita herméticamente cerrada para que perdure lo más que sea posible el olor de esa loción.
Si ahora reflexiono, el ya consabido papelito podría asemejarse a un pañuelo, aunque no. Pañuelos segura estoy que tenía por montones guardados en su clóset, algunos en cajas todavía sin abrir. Además de que por el tamaño sería incómodo llevarlo en la bolsa de la camisa, como lo hacía.
Yo cargo la bolsita con el papelito en mi cartera, cerca de su fotografía. Es una de aquellas fotos que se estilaba tomarse en estudios, y aunque sólo necesitarás una o dos, te las hacían en tiras, y te vendían por paquete. De ese modo tenías reserva, por si así fuera necesario, e incluso si querías podías como fue mi caso regalarlas de recuerdo a un ser querido.
Pero no sólo fue el papelito y su foto que le tomaron en “Lumiere”, según pone la carpetita de plástico en las que entregaban esas imágenes que guardo con gran esmero.
Tengo también su anillo que hasta esa noche todavía usaba, (al igual que su reloj) y que tome de su buró sin pedir autorización de mi madre. Misma suerte tuvo el reloj por parte de mi hermana y su peine por parte de mi otra hermana.
Colgado en una cadena de plata que adquirí exprofeso, porté dicho anillo por muchos meses, hasta que un buen día me pegué gran susto porque la cadena se zafó y el anillo cayó al suelo en un recóndito lugar en el que estábamos de viaje… y el encontrarlo fue una odisea.
Fue entonces que decidí no usarlo más y guardarlo en una bolsa de tela donde tenía mis oraciones y estampas de Santos y oraciones que fui encontrando de mis finadas tías, todas hermanas de mi amada abuela, que partieron mucho antes. Esa bolsa de tela se encontraba abajo de mi almohada, lo que me permitía sentir que su contenido, incluyendo el anillo, era parte de mi protección nocturna.
Y hablo en pasado, porque ahora he de decir que abajo de mi almohada está un rosario, y las estampas con oraciones en una butaca asignada, donde también se incluye fotos, y gracias a una querida amiga, el anillo junto con otros artículos de gran valía para mí que así están en un lugar seguro, pero visible todo el tiempo y sin temor a que se pierda.
Y aunque esa sí no conservo, porque creo que así lo decidió él, también me hice de una de tantas toallitas de tela que utilizaba entre sus almohadas, a efecto de no mojarse con su misma saliva mientras dormía, deteriorado aún más su frágil salud.
Fue precisamente la toallita que uso la última noche con la que yo me quedé un tiempo, misma que lleve a todos lados, ya fueran viajes o simples paseos.
Y pienso que fue Papá quien ya no quiso que la tuviera y que quedara en lo que para él sería un mejor lugar, porque en nuestro viaje a Italia, estando precisamente en Roma y después de la visita al Vaticano, la Basílica de San Pedro y demás lugares que me causaron todo tipo de sensaciones y sentimientos, que quizás por el cúmulo de emociones por conocer esos inimaginables sitios para mi, fue que la olvidé al dejar la habitación del hotel.
He de decir que no conforme, tengo su bata de baño, todas sus piyamas, camisas de franela y chalecos que casi siempre prefería sustituir por los incómodos suéteres, decía.
Quedan muchas cosas todavía en su closet, pero creo que de sus pertenencias tengo las que más usaba y más le gustaban. Y aunque confieso que en el invierno –porque en su mayoría es ropa abrigada– no me da tiempo para vestirme con toda su ropa que guardo, procuro tenerla siempre lista y arreglada, como con sus piyamas de franela que con tanto uso, fue necesario ya un remiendo.
Desconozco si he hecho bien al conservar y hacerme de tantas cosas suyas, aunque todavía me preguntó dónde tendría esas alas, que buena falta me hacen para usarlas e ir a visitarlo, cuando en días como hoy (lunes 17 de agosto) tengo mi corazón quebrantado y requiero de su cálido abrazo y de su beso.
En fin, lo que sí sé es que todas esas pertenencias que conservo aminoran en mucho este sentimiento de ausencia que prevalece en mí, y pese a que ya han pasado ocho años lo sigo y seguiré extrañando como ese día que se convirtió en un ángel y voló a reunirse con otros seres queridos.
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