Se tiene que ser genuinamente valiente y amar la profesión para soportar la desilusión que causa el no ser publicado, el no ganarse la beca, el que no te monten una obra.
POR MARIANA LEÑERO
Siempre admiraré a mi padre, a mis hermanas, a mis cuñados, a mis amigos por haber elegido la actividad artística como opción de vida. Dramaturgos, novelistas, directores, pintores, actores, músicos, poetas…
Desde que tengo uso de razón en mi casa, la experiencia diaria de estar vivo se alimentaba del arte y la cultura. Como suele decir mi hermana Eugenia, en esta casa, antes de mamar leche mamamos cultura y psicoanálisis. Y no es mi intensión resultar pedante, sino recolectar memorias que el arte y la cultura me han regalado como parte de mi identidad.
En la mesa de nuestra casa se hablaba sobre cine, teatro, periodismo, como cuando se pasa la sal. La mayoría de las actividades extracurriculares eran clases de pintura, escritura, actuación apostándole poco al deporte. Íbamos al teatro con el mismo fervor y compromiso de los que van a misa. Obras buenas, obras malas, para niños, para adolescentes y para adultos. Antes de que en la escuela me enseñaran sobre sexo yo ya conocía penes balanceándose por el escenario y actos de amor apasionados y desentonados para mi edad.
Cuando mis hermanas comenzaron con las experiencias propias que trae la juventud, comencé a participar sola en las actividades artísticas que mis padres planeaban para el fin de semana. Asistía junto con ellos a subastas de cuadros, veía “películas de arte” de la Cineteca que para mi edad me resultaban, la mayoría de las veces, aburridas, largas y dramáticas.
Los domingos no se cuestionaba si quería ir o no ir a un concierto en la sala Netzahualcóyotl. Más que la música me encantaba ver al gordito del tambor muy atento al director y echándole todas las ganas aun cuando su intervención constara solamente de un “tan, tan”. Con menor suerte había días que tenía que chutarme los eternos bailes regionales de la compañía de Danza que mi madre adoraba.
Junto con mis padres recorrí museos, librerías y tiendas de antigüedades. Gracias a que estuve expuesta a estas experiencias tuve la suerte también de ser testigo de su amor y complicidad que se afianzaba y coloreaba gracias a estas actividades.
A pesar de que mis hermanas fueron testigos de lo difícil que es vivir en el ambiente artístico, ellas eligieron el mismo camino. Cada vez que visito México puedo ver cómo para cada una de ellas el arte y la cultura son el lenguaje de su identidad, la exaltación de su alegría, su elección y compromiso con la vida. El arte como necesidad, como un llamado.
Se tiene que ser genuinamente valiente y amar la profesión para soportar la desilusión que causa el no ser publicado, el no ganarse la beca, el que no te monten una obra. Admirable. Pero sé que todo esto vale la pena, porque he sido testigo de la plenitud espiritual que causa cuando los proyectos salen a la luz y son compartidos.
Es frustrante ver cómo en nuestro país se ha colocado el arte y la cultura en el asiento trasero, en la última fila, en la cuerda floja. Se empaña de política, de burocracia y de intereses. Se olvida su efecto liberador, consolador y de sus beneficios curativos.
Sin el valor al arte, no sólo se desvaloriza a los artistas sino la obra misma y a quienes la absorbemos. Sin lectores, sin espectadores, la obra se desvanece, expira. Nuestro corazón se idiotiza, se robotiza, se despersonaliza, muere. Por eso admiro a quien enaltece su valor, porque la obra no muere y nos acompañan dentro de nuestros hogares, atrás de la ventana, acomodándose en nuestro interior. ¿Qué sería de nosotros en este confinamiento sin el arte y la cultura? El arte como compañero de vida, como protección, como opción, como necesidad. Así como lo viví en mi casa.
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