Libre en el Sur

El bosque de la paz

‘Supongo que ese bautizo mexicano de un sabor que se me volvería vicio y placer sucedió en enero de 1979, en Chapultepec’

POR IVONNE MELGAR

El domingo que conocimos el Bosque de Chapultepec aprendí que al picante en polvo había que tenerle respeto.

Estábamos muy emocionadas mi hermana Gilda y yo porque desde que llegamos al Distrito Federal, en noviembre de 1978, mi madre nos prometió llevarnos al Salón de los Espejos, asegurándonos que sería muy divertido mirarnos en aquellos cristales que te devolvían imágenes achatadas, alargadas y engrosadas, subrayando nuestros gestos y exagerando las miradas.

Supimos entonces que, además de una línea azul que nos llevaba de Taxqueña al Centro Histórico, había una roja y aprendimos lo que era transbordar en el Metro.

Al salir de la estación Chapultepec ingresamos al bosque por el acceso del Monumento a los Niños Héroes, topándonos con un puesto de manzanas que, partidas en dos, lucían el chile en polvo. Como en El Salvador no se consume picante ni existe una cultura gastronómica que lo incluya, desconocíamos aquel sabor y me dejé llevar por el impulso del antojo.

Mordí la mitad de la manzana como naufraga y acto seguido me zumbaron los oídos, enrojecida del rostro y con un ardor insoportable, clamé por un refresco. Fue mi primera enchilada y aquella sensación de ardor se prolongó por el resto del día.

Supongo que ese bautizo mexicano de un sabor que se me volvería vicio y placer sucedió en diciembre o enero de 1979.

Y ese fue el recuerdo que volvió dulcemente a mí 13 años después cuando a las puertas del Alcázar del Castillo de Chapultepec fuimos a celebrar la firma de los acuerdos de paz de El Salvador.

Nos quedamos al ras de las vallas que rodearon la zona que resguardaba a los representantes gubernamentales salvadoreños y al máximo líder del políticamente triunfante Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN), Jorge Schafik Hándal, así como a los presidentes de México, España, Colombia, Guatemala, Costa Rica, Honduras, Nicaragua, Panamá y Venezuela que asistieron a atestiguar el inicio de una pacificación pactada.

Ese 16 de enero de 1992 era lunes, día de descanso en mis tiempos de unomasuno. Y en realidad no vimos ni escuchamos nada. Pero queríamos estar cerca de aquel lugar donde se daba fin a la guerra que nos trajo a México y que marcó el exilio y la migración de miles de salvadoreños.

Martín y yo nos habíamos casado en San Salvador un mes atrás, justo cuando las negociaciones entre las partes en conflicto, en Nueva York, daban paso a una navidad con tregua y esperanza. Y estábamos contagiados de aquella expectativa.

Mientras esperábamos que salieran los autos con las comitivas, repasé las postales de nuestra vida en ese bosque de Chapultepec, a donde se hicieron los primeros grandes actos de solidaridad con la revolución salvadoreña, a cargo de los artistas del CLETA (Centro Libre de Experimentación Teatral).

Se presentaban obras de teatro, grupos musicales, entremezclados con mensajes de apoyo al movimiento social y a los grupos armados que a finales de los años 70 y principios de los 80 recibieron en México un cobijo ciudadano y de organizaciones políticas que alcanzaría en 1981 al gobierno de José López Portillo, el primero que con el de Francia reconocieron “que la alianza del Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional y del Frente Democrático Revolucionario constituye una fuerza política representativa dispuesta a asumir las obligaciones y ejercer los derechos que de ella se derivan”.

“Aquella felicidad la evoco como una de las más intensas: todo estaba en su lugar, el enamoramiento, la amistad, el deseo pendiente, las ganas de seguir estudiando, la isleta, el sol y la lluvia que cayó por la tarde y terminó de empaparnos”.

Ese brillante capítulo de la diplomacia mexicana se completaría con la firma de los acuerdos de paz en ese Chapultepec al que tantos domingos fuimos en familia para fusionarnos con las jornadas culturales en favor de la insurgencia civil salvadoreña.

Las funciones y los actos del CLETA tenían lugar frente al lago, un paseo que sin embargo nunca hicimos en esos años donde mi hermana y yo ayudábamos en las tareas de colocar las mesas con la propaganda y las publicaciones en favor del FMLN.

Quizá por eso disfruté tanto el recorrido que hicimos con Martín, su hermano Manuel, Iraís y Adriana Gato en dos lanchas en el largo verano que tuvimos al concluir el bachillerato en el Colegio de Ciencias y Humanidades Plantel Sur, mientras esperábamos que nos llegara la anhelada carta del pase automático para el ingreso de cada una a la respectiva facultad solicitada.

Aquella felicidad la evoco como una de las más intensas: todo estaba en su lugar, el enamoramiento, la amistad, el deseo pendiente, las ganas de seguir estudiando, la isleta, el sol y la lluvia que cayó por la tarde y terminó de empaparnos.

Muchos años después volveríamos Martín y yo para disfrutar la presentación del Lago de los Cisnes y con Santiago y Sebastián en varias ocasiones al Museo de Historia Natural.

Aunque de Chapultepec, yo me quedo con la vista que desde el Castillo tiene el Paseo de la Reforma y con su museo y ese carruaje negro impecable de Maximiliano de Habsburgo y todo lo que ahí recrea las tristes horas de Carlota, el personaje que elegí investigar en la Hemeroteca de la Biblioteca Nacional en la Zona Cultural de Ciudad Universitaria cuando la maestra Carmen Vázquez Mantecón nos impartió la materia de Formación Social Mexicana y me puse a revisar las notas que se publicaron en la espera de aquella pareja de trágico fin.

Y es que, gracias a mi hermoso oficio de reportera, con el tiempo, logré visitar decenas de veces el Alcázar como me hubiera gustado hacerlo el día de la firma de los acuerdos de paz, cuando de su mirador, pasillos y jardines sólo conocía las referencias que leímos en esa misma asignatura, en el siguiente semestre, en el capitulo de Porfirio Díaz y la entrevista que el periodista James J. Creelman le hizo entonces ahí, desatando la tormenta cuando se publicaron fragmentos en El Imparcial donde se perfilaba como un autócrata que creía inmaduros a los mexicanos para una democracia que tres años después le reclamarían al derrocarlo.

Disfruté tanto ese tramo de la historia, dimensionando de qué se trataba el periodismo y por qué era tan importante, como el reporteo que me tocó de las actividades presidenciales que tuvieron lugar en el Alcázar, destacando el encuentro entre Felipe Calderón y Javier Sicilia, al frente del Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad.

Porque con excepción de la enchilada de mi vida que me di recién llegada a México, Chapultepec siempre es referente de gozo compartido, cariño y plenitud, sobre todo ahora que acompaño a mis corredores al circuito de Las Estaciones.

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