Nostálgicas remembranzas me traen esas imágenes que guardo muy bien en un álbum, aunque a la fecha todavía me cuestionó si cumplí con ella al haberla llevado conmigo en ese tanguero viaje y, más aún, si lo disfrutó como nosotros lo hicimos llevando su fotografía”.
POR REBECA CASTRO VILLALOBOS
Llegaba a casa de mi abuela Catalina y era de rigor que tuviera prendido el tocadiscos con música de tangos, de Carlos Gardel, pero interpretada por la voz de un querido amigo de ella, Adolfo Echegaray. En particular, las muy conocidas y afamadas canciones como El Día que me quieras, Caminito, Adiós muchachos, Volver, entre otras.
Conforme pasaron los años, y a causa de su estado de salud, tuvo que mudarse a casa de mis padres. Fue cuando mi abuela y yo pasábamos los sábados, generalmente, cuando era menester cuidarla, en la terraza al aire libre donde escuchábamos música en una grabadora que aún conserva una de mis hermanas, siendo siempre su preferida los tangos. No sólo era escuchar música, también había botana y una que otra copita de tequila para amenizar la tarde, claro.
Mi abuela y yo convivíamos mucho toda vez que por la distancia y el quehacer no siempre eran posible las visitas de Paco al terruño, ni mías a la ciudad de México. Así pues, esos días nos hacíamos compañía mutuamente.
No sé a ciencia cierta si llegó a tener el deseo de conocer la ciudad donde vivió desde su infancia Gardel, pero yo lo di por hecho cuando en 2005, a dos años de su muerte, Paco y yo decidimos emprender vuelo a Buenos Aires y en un recóndito lugar de mi maleta me lleve la mejor fotografía que encontré de mi abuela. “Tú te vienes conmigo”, pensé.
Quizás si le hubiera preguntado, y estaría todavía con vida, no hubiera soportado esa travesía de más de 12 horas; claro aunque con escala en Santa Cruz, Bolivia, pero las horas se hacían interminables para llegar a nuestro destino. He de decir que finalmente valió la pena el cansancio y hastío del avión y la escala de tanto tiempo en ese pequeño y atiborrado aeropuerto boliviano.
Y es que Buenos Aires me dejó maravillada. Desde que vi, me encanto esa ciudad, la cual recorrimos prácticamente a pie, conforme a nuestra costumbre habitual que tenía pocas excepciones. Afortunadamente el hotel estaba bien situado, cerca de la avenida 9 de Julio, la principal y según dicen la más ancha del mundo y también la más larga.
Con asesoría de un buen amigo de Paco, Roberto Bardini, excelente periodista y escritor, iniciamos nuestro trayecto a la conocida Plaza de Mayo, símbolo de las manifestaciones históricas del pueblo argentino. A su alrededor se encuentra la Casa Rosada, sede del gobierno nacional y, también cerca está la Catedral Metropolitana.
Seguimos camino a ese emblemático lugar con sus calles empedradas, aceras angostas y casonas coloniales que es San Telmo, que en aquel tiempo todavía conservaba las características del antiguo Buenos Aires. Barrio elegido por artistas e intelectuales, sede de importantes anticuarios y galerías de arte. En ese barrio, no pude más y evocando a mi abuela, me dispuse a bailar tango con un personaje (tanguero) nos encontramos en la calle y que me hizo moverme sin tropiezos, arriba de una tarima, a cambio de unos centavos.
Al día siguiente la emprendimos hacía los Bosques de Palermo, un sitio con hermosos lagos y jardines que invitan a un descanso a cualquier hora.
Otro barrio que me cautivo fue el de La Boca. Pintoresco, tradicional de los primeros inmigrantes europeos. Famoso por sus casas multicoloridas, como en el Caminito, por el clima nostálgico de sus bares y por los tangueros que aquí también se presentan al aire libre. Vale mencionar que en este lugar se encuentra el afamado estadio del club de futbol Boca Juniors.
Ir a Buenos Aires y no visitar el Café Tortini, el más antiguo de Buenos aires, fundad en 1858, es imperdonable. Punto de encuentro de grandes artistas, como el mismo Carlos Gardel, quien siempre tuvo una mesa reservada al igual que otro músico, Arthur Rubinstein. Y qué decir de sus clientes más destacados, los intelectuales, Jorge Luis Borges o, Luigi Pirandello, Federico García Lorca y Julio Cortázar.
Entrar a ese icónico lugar no fue fácil. Tuvimos que hacer fila un buen rato, pero lo logramos; y nos asignaron finalmente una mesa donde disfrutamos Paco, un delicioso café y yo un vino tinto.
Sitio obligado también fue el de la Recoleta, una de las zonas más exclusivas de Buenos Aires, en donde está ubicado el histórico Cementerio, el Museo de Bellas Artes y también el de Buenos Aires.
Desconozco si estaba en el itinerario, pero al día siguiente tomamos camino a la Estación Retiro, y después de abordar un tren y recorrer 32 kilómetros llegamos a Tigre, ciudad en la que nos adentramos para embarcarnos en un recorrido por el río Delta de Paraná en un mundo de islas, canales, arroyos y ríos, por algo le llaman “la Venecia Argentina”.
Al día siguiente nuestro camino fue a Puerto Madero, una antigua zona de almacenamiento portuario que fue totalmente remodelada y a la fecha representa la mejor opción gastronómica de la capital, ya sea para degustar pastas, mariscos o para probar lo mejor de la carne argentina.
Y aunque he de confesar que ni Paco ni yo somos carnívoros, la experiencia de degustar una deliciosa parrillada en un recomendado lugar cuyo nombre es muy peculiar, Sigue la Vaca, era más que obligada. Sobre todo tomando en cuenta el precio: Había un buffet que incluía una botella, ya sea de agua, de cerveza o de vino. El precio era el mismo, pero la única condición, recuerdo bien, era beber la botella en el restaurante. En mi caso, opté por el tinto y a sabiendas que no lo terminaría, aproveché descuido del mesero y guardé la botella en la bolsa, saliendo sigilosamente con ella al final de la comida.
No recuerdo si ese fue el último día, o al siguiente, y habiendo cumplido con toda la lista de recomendaciones del amigo Bardini, sólo quedaba un pendiente por hacer, bien importante: acudir a una tanguería bonaerense, llevando claro está a mi abuela con nosotros.
No fue una empresa fácil localizar un lugar abierto, por ser entre semana, pero antes de desistir encontramos nada más ni nada menos que un lugarcito llamado “La Esquina de Gardel”, ubicada precisamente en el barrio en donde creció. Ya con la reserva segura, me aliste para acudir a tan anhelado sitio, para lo cual llevaba la indumentaria que yo consideré desde que preparé maleta, era la perfecta para la ocasión: falda estrecha, blusa ajustada y tacones.
Así que, con el retrato de Catalina en mano, Paco y yo asistimos a ese lugar, si bien estaba casi vacío, para nosotros lo importante era escuchar los tangos que tocaban desde un piano y sobre el cual coloque a mi abuela para que disfrutara totalmente el ambiente de Gardel.
Obvio que tenía que bailar, y lo hice con un profesional de ese baile; volteando cada que podía desde la pista a ver a mi abuela esperando de ella muestras de orgullo y satisfacción. Lógico no fui la mejor aprendiz, pero lo intenté, al igual que después lo hizo Paco conmigo. Y entre tangos y unos tintos se nos pasaron las horas, conviviendo con mi abuela, primero desde el piano, donde la puse para después tenerla más cerca, en la mesa y desde donde se podía leer esta frase, muy adecuada al texto y al recuerdo de mi querida Catalina.”Pasarán los años, pero su recuerdo será inmortal”.
Nostálgicas remembranzas me trae esas imágenes que guardo muy bien en un álbum y que a la fecha todavía me cuestionó si cumplí con ella (mi abuela) al haberla llevado conmigo en ese tanguero viaje y más aún si lo disfrutó como nosotros lo hicimos llevando su fotografía.
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