El nuevo comienzo

Foto: Cuartoscuro.
“El olor de la apertura escolar entonces era una suma de plástico rugoso apenas extendido, hojas limpias y viruta de lápices recién despuntados, y esa emoción que tienen los comienzos sin adeudos ni lastres…”
POR IVONNE MELGAR
El nuevo comienzo
Cuando el desanimo hace de las suyas conmigo e imagino otros comienzos del día, aspirando ser capaz de construir nuevas rutinas, pienso en esas horas entusiastas en que lustraba mis horribles zapatos negros en espera del reinicio de clases.
Porque vaya que me hacía sufrir aquel uniforme que, con ánimo castrense, inspeccionaron las maestras de la primaria pública de niñas Antonia Mendoza: vestido blanco de manga larga, puños apretados, en un país de tanto calor, y ese calzado que a mí me parecía tosco, de varón e inmerecido.
Y como nunca fui un salmón para nadar a contracorriente, y menos con mi amadísima y bella Madre, agobiada entre sus dos turnos de profesora en primaria y bachillerato, además de los estudios universitarios que cursaba, esos episodios de incómodas compras escolares son mi referente de lo que significa el sometimiento inescapable.
Detestaba la tela gruesa con la que hacían mis uniformes, y aún más el calzado de agujeta, cuadrado y chato que me renovaban cada enero, porque en El Salvador las clases iniciaban con el año y concluían en octubre, el mes que idílicamente era sinónimo de piscuchas, sencillos rehiletes de papel que nunca aprendí a volar.
Mientras íbamos de zapatería en zapatería buscando el modelo que nuestra madre Candelaria Navas consideraba el necesario, yo mascullaba, impotente, en contra de mis pies gordos y la imposibilidad de portar unos mocasines que veía tan elegantes como inalcanzables.
Tenía el contradictorio sentimiento, que también rumiaba en silencio, de amar y sufrir esas salidas acompañando a Candy al Centro de San Salvador por los insumos del nuevo ciclo escolar, mientras bullía en mí la pregunta de por qué era tan miedosa y cobarde para contarle de mi insatisfacción con aquella desagradable indumentaria.
Supongo que optaba por callar porque me parecía injusto causarle a mi dedicada madre un sufrimiento con reclamos cuya resolución de su parte la obligarían a gastos mayores a los presupuestados.
Ella y nuestro padre, Luis Melgar, guardaban en rollitos de papel los billetes correspondientes a los pagos fijos, concentrando buena parte de sus salarios magisteriales a la cuota bancaria de la casa que un día sería propia. Candy rotulaba con tinta azul la cantidad y el destino de cada guardadito.
Era frente a esa madre estricta en cumplir el reparto programado que me resultaba injusto molestarla con una confesión que, ahora lo entiendo, rompía con la imagen de la niña segura que creía mi deber cumplir.
Aunque en realidad no quería verme en el espejo con ese uniforme de tela ruda, pensando en las texturas sencillas y ligeras con las que vestían a las demás niñas. Y qué decir del rústico diseño de los zapatos.
Pasado ese trago amargo, llegaba el capítulo estelar de los preparativos: elegir los lápices de colores, la mochila y el papel con el que forraríamos los cuadernos en la Librería Hispanoamericana, uno de los primeros edificios con escaleras eléctricas que nos tocó probar.
En ese gasto, Candy nos dejaba elegir a mi hermana Gilda y a mí los estuches más bonitos y completos, teniendo alguna vez la enorme alegría de estrenar uno de los más grandes, con tonalidades diversas.
De regreso a la casa, en la colonia Las Rosas, los sinsabores de la calle se diluían con el ritual de forrar los cuadernos y libros de texto, descargando progresivamente, año con año, a nuestra madre de la desvelada, al compartir con ella la tarea de cortar el papel y el plástico, colocarlos e ir pegando los identificadores por materia.
El olor de la apertura escolar entonces era una suma de plástico rugoso apenas extendido, hojas limpias y viruta de lápices recién despuntados, y esa emoción que tienen los comienzos sin adeudos ni lastres.
Con nuestra llegada al Distrito Federal, a la edad de la secundaria, los preparativos del siguiente ciclo escolar cambiaron y no sólo de fechas, sino de hábitos de consumo, pues los útiles podían adquirirse en el supermercado de Taxqueña, un mega Gigante en el pasábamos horas Gilly y yo descubriendo lo que era México a través de sus frutas, verduras, guisos, embutidos, ropa, enseres domésticos, shampoos, maquillajes, marcas desconocidas y lo que más nos gustaba: las vitrinas de bisutería.
Los uniformes de la Secundaria Técnica 17 en Coyoacán, para mi tranquilidad, eran cómodos: incluían la opción de pantalón o falda gris, suéter verde, camisa blanca y una vasta oferta de calzado, incluidos los Crayón de los que mi hermana era fanática, un diseño con amplia plataforma de silicón de agradables colores.
Pero lo mejor era el ambiente y la oferta cultural de la escuela, y sus alrededores, con actividades artísticas como declamar poesía y talleres de electricidad, artes plásticas, cerámica y tejido de fibras, el único que a nosotras nos permitieron tomar, a condición de ser aceptadas cuatro meses después del inicio escolar, gracias a la terquedad y los ruegos estratégicos de Candy.
Ese nuevo comienzo fue familiar y de vida, en noviembre de 1978, si bien el plan original de nuestros padres era una estancia con fines académicos por no más de cinco años.
Las complicaciones políticas en El Salvador, el declarado estallamiento de la guerra civil, la clasificación como célula guerrillera de la editorial Historias prohibidas del pulgarcito que Luis había fundado y el asesinato de Monseñor Óscar Arnulfo Romero nos convirtieron en integrantes de la diáspora salvadoreña en el mundo.
Y en ese nuevo comienzo de saber y sentir que ya no habría boleto de regreso, mi futura acta de mexicana comenzó a escribirse con un lápiz del número 2, en las gradas del Estadio Azteca, donde contesté el examen de admisión al Colegio de Ciencias y Humanidades de la UNAM.
Cuando Candy y yo fuimos a la oficina de Correos, porque era la única de la colonia Educación sin una respuesta, saltamos eufóricas porque ahí estaba mi sobre blanco, con el anuncio de que pronto sería universitaria.
Lejos de los uniformes incómodos y los desagradables zapatos chatos negros, el gozo de que construiría novedosas rutinas estaba conmigo y volvió a activarse con el feliz pase automático a la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales.
Y cuando el fastidio y la desilusión calan, busco esa chispa de la inauguración de los ciclos escolares, las ganas de estrenar la vida y resetear el alma.