Electricista de amor
Foto: Especial
“Mi madre le dijo ‘ponte aquí’, lo agarró por la cintura, lo colocó cerquita suya y le volvió a decir: ‘ahora te toca a ti’”.
POR ALEJANDRA OJEDA
Desde que Víctor apareció en la mente de mi madre, ya no se lo pudo quitar jamás. Un día me preguntó que a qué se dedicaba y yo le dije que era electricista, pero que todo lo que tenía que ver con la fontanería, el bricolaje, los desatascos y cualquier cosa de la casa se le daba fenomenal. Los días siguientes me la encontré rebuscando por las paredes del salón a ver si encontraba una grieta, probando todos los interruptores, revisando bombillos, palpando cristales… y yo le decía “chacha si te hace falta de rompo un cablecito”. Jijiji, se reía ella subiendo y bajando su nariz de ratoncillo.
Yo se lo contaba todo a Alejandra y ella a su padre, claro está. También el angelito de Víctor tenía la cabeza repleta de halagos y monerías de la buena de Elsa. Así que rapidito rapidito cogió el coche cuando mi madre le escribió que estaba desesperada ¡necesitaba un electricista urgente! ¡La luz del interior de la nevera estaba parpadeando!
Jamás en la vida había venido un trabajador a arreglar las luces de mi casa tan elegante como Víctor estaba aquel día. Nada más abrir la puerta una ráfaga de viento impregnó las paredes con un olor a hombre, macho fuerte, trabajador cualificado. Su camisa era la más blanca que había en el mercado y los pantalones vaqueros parecía que habían sido cosidos a medida, ni una arruga ocultaba esas piernas delgadas que algún dios esculpió cuando lo trajeron al mundo.
Esa tarde no pudieron hablar mucho, mi madre tenía miedo de que si abría la boca vomitaría todo su corazón y si lo miraba demasiado sus ojos se le saldrían de las órbitas y caerían al suelo, rodando para recorrer el cuerpo de su deseado amante y poder observarlo bien cerca. Hubo un momento en el que ambos se juntaron demasiado, él le preguntaba cosas de electricista desde detrás de la nevera y cuando ella se acercó tuvo que salir corriendo porque aquel perfume se le estaba metiendo dentro de la piel y no sabía por cuánto tiempo podría controlarlo.
Después de aquello, pasaron unos cuantos meses hasta que pudieron volver a encontrarse. Mi madre, mi hermano y yo nos habíamos ido de vacaciones a El Hierro y yo no paraba de hablarle de lo maravilloso que era el ángel de Víctor. Para Alejandra y para mí era como jugar a las casitas: “jijiji nuestros padres van a ser novios”, hacíamos trucos y les decíamos mentirijillas piadosas para acelerar un proceso que lucía a todas luces inminente.
Un día estábamos comiéndonos un helado y Alejandra me llamó. Me dijo que si queríamos podíamos pasar los últimos días de vacaciones con ellos. Yo miré a mi madre y ella empezó a mordisquear el helado a una velocidad que yo no había visto nunca. Me miraba de reojo y en su cara salieron manchas rojas como las de los dálmatas. Hacía tiempo que no veía ese nerviosismo en ella, era una niña, un cachorrillo con su nuevo juguete.
Para cuando llegamos a La Graciosa juraría que ellos dos ya se querían. Sentadas en la orilla del mar miramos a Víctor jugar con sus sobrinas, les estaba enseñando como hacer volar una cometa. Corre para aquí y corre para allá, nosotras pensamos que cómo era posible que un hombre fuera capaz de querer de esa manera.
Ahora sé que él también se quedó paralizado delante de mi madre. Hace poco me contó que aquel día se puso gafas de sol para poder mirarla sin que ella se diera cuenta. Está claro que en ese momento algo hizo clic entre ambos, porque por la noche se quedaron hablando hasta las 4 de la mañana. Mi madre nunca me ha contado qué es lo que se dijeron, pero yo los vi a través de la ventana y podría jurar que aquella mota de polvo en la que ella se había convertido tras el divorcio estaba creciendo. Su pecho parecía volver a moverse, subía y bajaba a un ritmo acompasado, como respirando.
Semanas después decidieron, por fin, quedar a solas. Mi madre eligió el sitio más escondido de la isla, un bar de surferos que está justo antes de entrar en las montañas de mi pueblo. Según me contó, no se atrevieron a darse el primer beso hasta el último momento. Era ya de noche y estaban hablando muy cerquita uno del otro, apoyados en el coche de mi madre. Ya sabían que se gustaban pero había algo que les hacía imposible el acercarse. Cuando se decidían su cuerpo no se movía y cuando el cuerpo podía la cabeza no se decidía.
Hasta que mi madre le dijo “ponte aquí”, lo agarró por la cintura, lo colocó cerquita suya y le volvió a decir “ahora te toca a ti”. Al momento de besarse una energía de color azul les recorrió el cuerpo, los abrazó y elevó por el cielo. Juntos volaban por encima de la ciudad y ni siquiera se estaban dando cuenta. Todos los vimos. Se besuqueaban arriba de nuestras cabezas y la energía azul los envolvía como si estuviera deseosa de que aquello no parara nunca. Ahora han vuelto a la vida normal pero estoy segura de que algo de ellos se ha quedado allá arriba. Aquello los mira, los cuida y si algo malo les pasa está preparado para volver a mostrar al mundo cuál es el amor más verdadero que ha creado.