Ciudad de México, noviembre 1, 2025 12:00
Revista Digital Noviembre 2025

Ella viene en colores y se viste de memoria

Vestirse es narrarse. Cada prenda que elegimos es una palabra en el relato que tejemos sobre quiénes somos y cómo deseamos ser leídos por el mundo.

POR MELISSA GARCÍA MERAZ

En los últimos años, por azares de la vida —sobre todo, por la vida laboral— me he mudado varias veces. Una hazaña bastante compleja y casi tortuosa, dada la cantidad de cosas que he acumulado a lo largo de los años. Pero algo siempre viaja conmigo. Entre cajas, libros y papeles, siempre viajan conmigo mis vestidos, mis zapatos, mis bufandas y accesorios. No solo porque los necesite, sino porque me cuentan quién he sido.

Recuerdo una vez que mi padre me acompañó mientras empacaba. Como guardián silencioso, escuchó mis recuerdos atentamente mientras yo hacía el trabajo. Doblé con cuidado un vestido, el que llevé a mi primera cita romántica en Pachuca. Encontré también uno de flores, comprado en un aparador de Friburgo, acompañada por una gran amiga; un vestido blanco de las calles de Tailandia que compré mientras caminaba por los mercados callejeros con amigos y amigas de diversos países de América Latina; un vestido rojo que compré en una boutique solo para impresionar a un chico en la Florida; otro más, aquel que vestía cuando salimos a comer por primera vez, el que muchos años después me dijiste: “Cuando te vi con ese vestido supe que serías alguien importante en mi vida. Bajabas del taxi con una hermosa sonrisa, un vestido rosa y una promesa en las manos”.  

Cuántos recuerdos pueden guardarse en un simple pedazo de tela. Cuántas emociones, personas, pasos, caminos y ensoñaciones regresan a mi mente con solo tocarlas.

Los objetos, las cosas que nos gustan, guardan con nosotros una cercanía muy clara. Nos ayudan a definirnos, a expresarnos. La ropa —nuestro estilo— suele identificarse con la moda, pero lo interesante es que no siempre la moda “dominante” es la que seguimos. Los estilos para vestir cruzan las fronteras de lo hegemónico o lo normativo. La ropa acompaña nuestra biografía. Es testigo y a veces protagonista. Las prendas que elegimos —una falda, un abrigo, un par de botas— nos devuelven la textura del pasado. Nos recuerdan lo que fuimos, lo que quisimos ser y, por qué no, lo que aún podemos ser.

Existen muchos factores para elegir una prenda: la influencia de las marcas, las presiones sociales, las expectativas de encajar en un grupo o alejarse de él. El consumo que realizamos de prendas que nos significan algo a menudo es llamado consumo simbólico: la ropa comunica y construye identidad.

Vestirse es narrarse. Cada prenda que elegimos es una palabra en el relato que tejemos sobre quiénes somos y cómo deseamos ser leídos por el mundo. En una sociedad donde el consumo ha dejado de ser solo transacción para convertirse en símbolo, la moda se vuelve espejo y frontera: refleja nuestras tensiones entre pertenecer y distinguirnos, entre lo íntimo y lo colectivo. Las teorías de Mead y Giddens nos recuerdan que no vestimos en el vacío, sino en un entramado de normas, deseos y contextos que moldean, estructuran y dan paso a nuestras decisiones. Así, el consumo cultural no solo se mide en objetos, sino en significados compartidos, en gestos que nos vinculan o nos separan. Vestirse, entonces, es un diálogo silencioso con el mundo: nos mostramos, nos protegemos y nos probamos.

La ropa también es estrategia: es una forma de manejar la impresión, de resistir estigmas y de afirmar valores. Desde los movimientos sociales hasta los rituales cotidianos, vestirse puede ser un acto político, una declaración de identidad colectiva. Las teorías de la identidad social nos muestran cómo el “nosotros” se construye en la acción, en el gesto compartido, en el símbolo que nos une. En tiempos de hiperconsumo, la moda se convierte en campo de batalla simbólico, donde cada elección puede ser una forma de pertenecer, de diferenciarse o de resistir.

Pero la moda no es solo una frivolidad; también es un fenómeno profundo que revela las profundas transformaciones de la modernidad. Para autores como Lipovetsky, este “imperio efímero” muestra que la era contemporánea es fugaz, la cultura de lo inmediato y lo fugaz. Aunque la moda puede tener momentos de crítica o resistencia, Lipovetsky sostiene que en general opera como un mecanismo de seducción y entretenimiento, sin embargo, también tiene el potencial para, en ciertas circunstancias, convertirse en una herramienta política.

Es así como, para muchos grupos cobijados por la identidad social, la vestimenta se sale de la moda para ser herramienta política: Las mujeres afrodescendientes que utilizan su cabello rizado como forma de protesta. Las mujeres indígenas mexicanas que portan el huipil como símbolo de resistencia. La ropa comunica, muestra identidad y también autodeterminación y resistencia.

También es cierto que los consejos de moda están llenos de recomendaciones sobre cómo no vestir y qué ropa te queda mejor para dar una buena impresión. Lo cierto es que sí, existen tonos neutros que reflejan profesionalismo —para quienes nos observan—, pero quizás los ojos que nos miran lo hacen de forma equivocada.

Porque la forma de vestir no solo implica cómo otros nos ven o lo que proyectamos, sino también lo que decimos usar para decir quiénes somos. Por nosotros habla no solo nuestro lenguaje o narrativa verbal: también lo hace nuestra ropa. Pero ¿quién es el que te está mirando? ¿Importa acaso como te ves en traje de baño a los ojos de los demás? ¿O importa más cómo te sientes tú?

Quizás los ojos que te miran son los ojos equivocados.

Porque elegir una prenda, a veces, es para mostrar al otro que nos gusta, que nos atrae; otras, es para relajarnos, para disfrutar nuestros cuerpos, dejar que el aire atraviese los poros, otras para tapar el frío, para sentir el calor que las prendas brindan al tocar la piel.

A veces, cada prenda que se elige es un gesto de luz, una forma de decir “aquí estoy” sin palabras. No sigue la moda: la reinventa. No se oculta en el uniforme: se expande en la diferencia. Para muchas mujeres, el cuerpo es lienzo, estilo, manifiesto; su presencia viene en todos los colores, formas y estilos.

En la preparatoria me gustaba vestir de negro —confieso que es de mis colores favoritos—, pero rápidamente cambié mi cabello a tintes de colores: morado, azul, naranja, rojo, rosa siempre han sido mis favoritos. Con el tiempo he aprendido a utilizar otros colores en mi ropa para mostrar mi identidad; que siempre ha sido escandalosa, como yo misma.

Los colores me encantan. Están por todos lados. Quizás nunca me habría detenido a escuchar esa canción de los Rolling Stones si no me hubieses dicho que te recordaba a mí. Sus letras resuenan en mi mente:

Ella viene con colores por todas partes,

ella se peina el pelo,

ella es como un arcoíris,

viene esparciendo colores en el aire.

Ella dispara colores por todas partes,

como una puesta de sol

Así como nos recordamos.  Porque los colores, para mí, proyectan, se acompañan de sonrisas, de música, de salsa, de cumbia, de rock; se transforman en formas de ocupar el espacio, de ser y coexistir con los colores del mundo.

Porque lo que somos, lo que le mostramos a los demás, es mucho más que una marca famosa o de lujo; es la manera en que mantenemos un lenguaje compartido con otros, un gusto por la diferencia, por lo no normativo, lo psicodélico, lo performativo, aquello que nos saca de la normalidad y del consumo del que tanto desea escapar Lipovetsky: lo efímero para transformarse en lo único, en lo disidente. Y, ¿por qué no decirlo? Hasta la desnudez implica un momento y una posición política.

El vestir revela nuestras coordenadas sociales, nuestras tensiones internas y nuestras formas de habitar el mundo.

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