A las mamás les toca no solo la peor parte, sino la que menos se reconoce, como levantar a los chiquillos cuando están pegados a las cobijas.
POR FRANCISCO ORTIZ PARDO
En la memoria remota tengo que desde muy chiquito me costaba demasiado trabajo despegarme de una cobija de tela sintética pero calientita cuyo listón al borde acariciaba mis labios. El único aliciente para despertarme era que mi mamá ponía en el radio una cosa cuya cortinilla era una cancioncita que solo repetía melodiosamente el nombre del programa: Batas, pijamas y pantuflas.
Hoy sé por las notas que lo recuerdan que tal programa “revolucionó la radiodifusión mexicana”, con “un estilo único e ingenioso”, aunque para mí lo que marcó fue aquella infancia… con mi mamá. En ese tiempo Batas, pijamas y pantuflas se transmitía en Radio 590, La Pantera, de Grupo Radio Mil, y antecedía al licuado de plátano con proteínico huevo crudo que cada mañana me esperaba en la cocina, en un desayuno siempre de prisa. Seguramente seguía medio dormido cuando los conductores Sergio Rod y Bolívar Domínguez daban noticias y simplezas musicales.
Aunque desde siempre quise ser periodista, yo no sabía que Batas, pijamas y pantuflas fue un hito en la libertad de expresión en México, porque no recuerdo siquiera sus críticas veladas en parodias. Han quedado entonces aquellas ondas sonoras como una aportación discreta, como otras en otras tantas cosas, que mi madre tuvo en mi vocación.
Ella, Elena, que afortunadamente vive, ha sido una valiente. Sin pregonarlo como suelen hacerlo los justicieros que tienen los medios para expresarlo, ella ha dado un mayor ejemplo de vida. Por grueso que sea su umbral de dolor, admiro las muchísimos pesares que ha remontado para poder seguir divisando El Tepozteco y comprarse alguna curiosidad al paso de los vendedores de artesanías; y tomarse un atole o un lechero con alguna galletita pecaminosa. Quisiera ser capaz de resistir el dolor como ella y ceñirme de esa manera a la vida aunque en la transición tenga que pasar por una cama de hospital. A mi madre le heredé los ojos y la boca, la palidez de la piel, el carácter para tomar decisiones. Pero yo me acobardo ante la enfermedad y ella no. Muchas veces necesité, para caricia de mis oídos, que me dijera que me quiere. Pero los hechos siempre me hacían constatarlo antes de que llegaran las palabras.
Tal vez por eso me quedé con Batas, pijamas y pantuflas como una metáfora o un sueño donde las palabras se difuminan y quedan los aprecios, los recuerdos y las bromas. Para el 19 de septiembre de 1985 yo ya iba en la prepa del entrañable Colegio Madrid y ya no escuchábamos el programa, que entonces se transmitía por Radio Fórmula. El edificio del que se transmitía cayó con el terremoto y los conductores murieron. En ese mismo momento yo me estaba bañando y escuché la voz de mi mamá que me pedía, desesperada y a gritos, que saliera.
A las mamás les toca no solo la peor parte, sino la que menos se reconoce, como levantar a los chiquillos cuando están pegados a las cobijas. Y pocas veces tienen la oportunidad de manifestar toda su dulzura, entre los mil compromisos que implica criarnos. Antes eran más regañonas, pero también es cierto que ponían más límites y no le enseñaban a los niños que eran ellas las que se tenían que sacrificar por ellos… aunque en los hechos se sacrificaban por ellos.
Suele quedarse en nuestros recuerdos la parte más adusta y difícil de nuestra progenitora, pues básicamente le toca educarnos; y aunque en nuestra sociedad patriarcal prevalce el engaño del proveedor masculino, la verdad es que suele ser protagonista en la manutención de los hijos; así que a mi mamá le tocaba volver a correr después de dejarnos en safe a la entrada de un triste “castillito” que albergaba la escuela “bilingüe” en la que cursé mis primeros años de primaria y donde, habida cuenta de la falta de oficio, sus “mises” me hacían resentir más el abandono de mi madre trabajadora.
Recuerdo más las sensaciones que los recuerdos en sí; me invadía una inmediata nostalgia por los minutos apenas vividos cada mañana aderezada con Batas, Pijamas y Pantuflas. Con los niños de la mano, mi madre entraba apresuradamente a la tienda “de Loyo” (sigo sin entender por qué se hacía llamar así la dueña o así la conocían), y nos compraba un boing “de triangulito” (el de fresa era mi favorito) para completar nuestro lunch de sándwich de jamón, como eran todos los sándwiches de aquella época. Ahí acababa la mañana para mí y comenzaba la tristeza, sin Batas, pijamas y pantuflas. Y sin mi mamá.
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