POR FRANCISCO ORTIZ PARDO
Pasaba de las dos de la mañana del lunes 18 de marzo cuando llegué a la estación Zapata del Metro, que se mantenía abierto para apoyar en la transportación de decenas de miles de personas que habían acudido al festival de música Vive Latino.
Al transbordar en la Línea 12 me encontré con una empleada de limpieza que acababa de trapear las escaleras y que amablemente me advirtió que tuviera cuidado de no caerme. A unos metros de ella estaban otros dos adultos mayores, un hombre y una mujer, también laborando con su uniforme como de presidiarios.
Los tres rebasaban los 70 años de vida, más o menos la edad que hoy tiene Libo, la auténtica nana de Alfonso Cuarón a quien el cineasta puso en su película como ejemplo vívido de lo que produce nuestra indiferencia. Pensé sin embargo que la escena del Metro significaba un drama mayor.
Cleo, que es el nombre del personaje con quien Cuarón emuló a Libo, aparecía joven y fuerte en la historia ubicada en la colonia Roma en 1971, tanto que ella resistió con entereza el trágico parto en que murió su bebé. Estos mártires del Sistema de Transporte Colectivo se mostraban en cambio menuditos y frágiles, y su esfuerzo estaba siendo pisoteado una y otra vez por la chaviza que cruzaba por el sitio mientras sus ojos cansados vigilaban la marcha con una tristeza sin remedio. ¿Dónde estarían sus hijos, sus nietos? ¿Por qué la empresa contratada para el aseo no puso a los empleados más jóvenes en ese horario?
Efectivamente, el Metro no tiene empleados de limpieza propios, así que se vale de la contratación externa a través de empresas privadas (outsourcing). La firma ManpowerGroup reveló que en el 2016 el 95.6% de las 900 empresas que de este tipo operaban en México no pagaron impuestos. Y solo 100 estaban registradas ante el Instituto Mexicano del Seguro Social. En septiembre del año pasado, senadores estimaron en 277 mil millones de pesos la afectación por parte del outsourcing a empleados y al fisco.
Una empleada doméstica que trabajó en la limpieza del Metro me contó que por una jornada diaria de ocho horas, con solo un día de descanso a la semana, le pagaban 1,100 pesos a la quincena. Y sin ninguna prestación ni seguridad social. “Es mucha la soba para lo poco que pagan”, dijo meneando la cabeza. Eso no es lo que permiten los gobernantes. Es lo que alientan.
¿Es la del Metro la injusticia que acongoja a quienes desayunan en El Cardenal o cenan en la casa de un alto ejecutivo de Televisa para tratar aquellas cosas que les llaman “de Estado”? Pues no. Se trata de la injusticia soterrada, literalmente subterránea, y el desdén que siempre la acompaña: por un lado, jóvenes felices que habrían gastado 1,500 pesos por persona en una sola jornada –en una estimación no exagerada– por su ingreso al Vive y las respectivas cervezas, y por el otro los viejitos pobres cuya vida de esfuerzos ha quedado reducida al trapeador y la cubeta y con ello se han de morir.
Más desvalidos aún por nuestra ceguera, son ellos los que en plena madrugada no tienen descanso ni tampoco el mínimo apapacho. Son los que no son acogidos por su propia familia ni por otra. Son los pobres no populares, es decir, de los que nadie habla.
Qué fracaso del exitoso Cuarón, pensé, si de veras pretendió tocar nuestra conciencia. Gastamos nuestras emociones en el mismo mercado en que las habíamos comprado. Cuántas palabras inútiles en las redes, ese espacio “sagrado” donde se pontifica acerca de las cosas más correctas a través de un smarth pone, ahí mismo donde todos son justicieros. Qué indolencia de un gobierno –perdón, quise decir farsa— que ofrece una transformación que no lleva a cabo ni siquiera cuando se trata de los mínimos derechos de la gente más vulnerable.
Así que bienvenidos a la ciudad del outsourcing, donde se paga con nuestros impuestos el beneficio de empresarios inhumanos. Bienvenidos a los pasillos del Metro, donde todo se niega y todo se olvida.
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