Anulado prácticamente por la televisión a pesar de su tradición y del talento de los jugadores nacionales, además de formar equipos profesionales en México antes que el fut, el beisbol es inevitable en nuestras vidas: ‘se voló la barda’, ‘llegué en safe’, ‘Vengo de pisa y corre’….
POR FRANCISCO ORTIZ PARDO
Hay personas con quien uno se ha cruzado en diferentes momentos de la vida y que nutren estos días de recuentos de daños y salvamentos. En mi librero reencontré La clave Morse, la novelita de Federico Campbell, en cuya firma con valioso auto retrato, un dibujito en el que se caracterizaba inconfundible, me hizo el honor de incluirme en la lista de sus colegas a los que dignamente nos comparaba con telegrafistas. Ambos oficios –sostenía— consisten en transmitir las historias de otros, nunca las de uno. La verdad es que un relato como este transgrede el precepto que debiera ser norma por rigor. Pero es que hay cosas que no deben quedarse en el tintero. Como que Campbell heredó a su hijo, mi entrañable amigo que lleva su nombre y su apellido, la pasión por el beisbol que tomó de su tierra adoptiva, Tijuana. Fiel a un estilo con el que forjó un personaje, Campbell solía preguntar obviedades para abrir una conversación y reafirmar sus convicciones: “Oye, maestro… ¿y a los tres strikes queda fuera el bateador?”
Desde la herencia beisbolera y periodística de su padre –y la identidad “zapatista” que asumió cuando por fin platicamos en una jardinera de la secundaria del Colegio Madrid–, Federico Campbell Peña y yo nos convertimos en camaradas. Un día, ya en la prepa, nos dio por armar el equipo Los Extraterrestres, que jugaba en los campos que quedaron llanos cuando un tiempo el equipo de futbol americano “Vaqueritos de Coapa” abandonó el terruño que hoy es una glorieta ahorcada por enmarañadas vialidades. Nuestro equipo era tan híbrido que formó parte de él mi querido amigo, español de nacimiento pero convertido con el tiempo en un aguerrido rocanrolero mexicano, Juan Alberto Ruíz de Velazco, a quien desde entonces conocimos cariñosamente como El Coco. En realidad yo hacía todo lo posible por hacer cómplices a mis cuates de mi afición por el deporte del tolete, “ajedrez sobre pasto” se le ha definido adecuadamente. El problema eran los bateadores poderosos, que se volaban la barda imaginaria que era el Anillo Periférico, por donde circulaba gran cantidad de autos cuyos toldos quedaban expuestos a los pelotazos.
Anulado prácticamente por la televisión a pesar de su tradición y el talento de los jugadores nacionales, además de haber formado equipos profesionales en México antes que el fut, el beisbol es inevitable en nuestras vidas: “Se voló la barda”, “llegúe en safe”, “Vengo de pisa y corre”….
Habrá sido que mi papá me llevó por primera vez al Parque Deportivo el Seguro Social a los ochos años de edad. Desde entonces me transmitió la afición por los Tigres y una herencia de usos y costumbres de su propia infancia que incluía escuchar todos los partidos por la radio y llevar un álbum con los recortes de periódico de todos los partidos de “la garra felina”. Lo recuerdo ahora que otro gran amigo, ex compañero del Madrid y destacado médico, Gustavo Martínez, me cuenta que ha vuelto un fanático irremediable a su hijo; ambos están abonados al Águila de Veracruz, el equipo más antiguo de la Liga, de la que salvo ocasiones inevitables no se pierden un solo partido detrás del “home plate” en el Estadio “Pirata Fuentes” del Puerto.
Como buen “fanático”, tuve mis banderines autografiados de puño y letra por cada jugador y, como se podía entonces, disfrutaba del partido encaramado en la techumbre del dugout felino. Lo más grato de los tiempos en que comía carne era gozar en algún cambio de inning, al lado de mi tío Ricardo, otro destacado beibolero, de una orden de tacos de cochinita, una tradición análoga a los hot dogs de las Grandes Ligas. Tres personajes destacaban entre la porra de los Tigres, infaltables: Una pareja de orientales mayores que llevaban puntualmente sus anotaciones de cada jugada y un joven con problemas psicomotrices, Chacho, que siempre portando su gorra de los capitalinos y un silbato, arengaba a la multitud con gran dificultad: “¡Tigre-tigre!”. En algún momento, tal vez a los 13 años, jugué en la Liga Mexica, con Los Tucanes, un equipo que permaneció diganmente en el sótano. A Lua transmitimos la misma afición muchos años después, aunque ya en el Foro Sol, cuando los Tigres nos dejaron en el desamparo para irse a jugar primero a Puebla y luego a Cancún. El 4 de mayo pasado mi sobrina portó la misma gorra con un tigrito bordado que le compramos hace siete años. Tras la pandemia por fin volvimos con Arantxa y el pequeño Francesc a presenciar lo que todavía se llama “la guerra civil” entre los Tigres y los Diablos Rojos del México. ¿Y quién creen que ganó?
Nuestra afición también la vivimos en la redacción de Proceso, aun cuando yo de niño solo era un colado que soñaba ser reportero. Además de Campbell papá, que se aparecía para preguntar sobre las reglas del beisbol que él se conocía mejor que nadie, Vicente Leñero era un aficionado como pocos, y en un día de cierre de edición si jugaban sus Dodgers y “El Toro” Valenzuela, bien podría dejar al garete la producción editorial en tanto no culminara el partido. El director Julio Scherer García, siempre más conservador, apostaba a los Yanquis de Nueva York, en un duelo que formaba parte de la amistad entre ellos.
Un día desde Miami nos llegó un regalazo de Pepe de Lima, un funcionario de la Nestlé muy amigo de Scherer: Guantes (manoplas), pelotas, equipos de cátcher… ¡para hacer nuestro equipo! Y entonces jugamos en un campo de prácticas de Ciudad Universitaria, bellísimo, y luego, sí, en el mismísimo Parque Deportivo del Seguro Social, cuando frente a un equipo de chavos que consiguió el cartonista Efrén Maldonado sufrimos una paliza.
Tras sofocarse al correr repentinamente de home a primera base lo que parecía el camino eterno, que en realidad eran 90 pies, el admirado Vicente Leñero alcanzó a decir: “El sueño dorado llegó demasiado tarde”.
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