Hoy quiero hacerle justicia al ‘hubiera’, que sí existe cuando por no serlo se han dejado marcas de dolor, aunque las heridas se cautericen en una terapia. Heridas crónicas que pudieron ser evitadas.
POR FRANCISCO ORTIZ PARDO
Pero fuimos defraudados, engañados.
Y a la lluvia de un verano adelantado
mojaste tus hilos de miel mientras corrías
desde la jacaranda hasta el ocaso.
Ni Cien años de Soledad podrían secar tus hilos de miel
de cuando fuimos la lluvia que inspira la novela.
Y ni aunque vaya a llover sobre mojado
Se podrán nunca mojar más de lo empapado.
Son tiempos de lo que hubiera pasado. Y aunque tanto se dice que “el hubiera no existe”, vale la pena reconocer que aún para los más fervientes religiosos, pesan suficiente las decisiones de las personas en su realidad. Son tiempos de lo que hubiera pasado porque los hechos que han pasado son demasiado graves: muertes inútiles, absurdas, inexplicables, incluidas las de los desencuentros de los vivos en tiempos post pandémicos por falta de sensibilidad, ¡qué paradoja! Si ni siquiera un virus tan letal como el que deja 800 mil muertos en nuestro país es suficiente para que reaccionemos sobre las cosas esenciales, ¿qué nos podría hacer cambiar? O mejor dicho, ¿qué es lo que evitaría que actuásemos contra nosotros mismos, aquí y ahora?
Deberíamos empezar por reconocer nuestra ignorancia cuando somos tan vulnerables ante la muerte. Reconocer, por ejemplo, que la única evidencia que no pasa por un debate es la de que un día no vamos a estar en el lugar que tanto la ciencia como la metafísica llaman tierra. Si en verdad lo aceptáramos, tal vez seríamos un poco más humildes a la hora de acelerar el término de las cosas buenas, negarnos a ellas.
Pasa que a veces por más que uno escriba canciones desde el corazón no se quieren escuchar Adivinemos si eso ocurre por miedo, por autocastigo, por una historia de vida que no nos atrevemos a encarar. Por el amor líquido de Bauman llevado al extremo. O por nada. Porque una cosa es que todo termine y otra que nos lancemos al vacío de manera precipitada. Y entonces convertimos lo importante en algo desechable, y volvemos imposible un mundo mejor. Y si vivimos de forma desechable creemos que nos renovamos con frases huecas pero consonantes; de tanta prisa creemos que no se nos va el tren… cuando ya se fue.
Hay ciclos que terminan para que comiencen otros y por lo menos sé que en mi caso eso coincide con el engañoso término de un ciclo pandémico y terrorífico que pocas lecciones parece haber dejado hasta el momento. Pensar en los muertos es pensar en los vivos. Ayudados de la promoción gubernamental al olvido, sin embargo, nos extinguimos en nuestras propias vidas. Así, el “hubiera no existe” sirve para la justificación perpetua de nuestro egoísmo, donde solo cabe la sobrevivencia propia al punto del “ya me perdoné”, una suerte de frivolidad de libros de autoayuda, engañosa inmunidad emocional que reemplaza la corrección de fondo, que es donde está el cambio y la dignificación del otro. Y… ¡next!
“En nuestro mundo de rampante ‘individualización’, las relaciones son una bendición a medias. Oscilan entre un dulce sueño y una pesadilla, y no hay manera de decir en qué momento uno se convierte en la otra. Casi todo el tiempo ambos avatares cohabitan, aunque en niveles diferentes de conciencia”, dice Bauman en su clásico. “En un entorno de vida moderno, las relaciones suelen ser, quizá, las encarnaciones más comunes, intensas y profundas de la ambivalencia. Y por eso, podríamos argumentar, ocupan por decreto el centro de atención de los individuos líquidos modernos, que las colocan en el primer lugar de sus proyectos de vida”.
¿No sería una gran idea que nuestros infames políticos nos dijeran que ya se perdonaron? Tan fácil. En contrario, ¿qué habría pasado si se hubiera tratado con mayor responsabilidad la emergencia sanitaria? ¿Qué pasaría si al menos aprendiéramos la lección de que eso no fue así pero no pretendiéramos normalizarlo despojándonos en Sheinbaum fashion del cubrebocas en el inhumano transporte público, donde a empujones se niega la existencia del otro? ¿Qué pasa si al “hubiera no existe” le añadimos el cuestionamiento de lo que sí existe pero de manera tan deleznable? En un segundo, un estornudo sobre el rostro de alguien más se convierte en algo que en el “hubiera” no existe pero que en la realidad lo contagió. O lo mató.
Hoy quiero hacerle justicia al “hubiera”, que sí existe cuando por no serlo se han dejado marcas de dolor, aun cuando las heridas se cautericen en una psicoterapia o un “alivio de luto”. Heridas crónicas que pudieron ser evitadas, como las fracturas de huesos que después de años vuelven a doler con el frío. Porque el “hubiera” se convierte en un “es” imborrable, tanto como el de las cenizas de estos 800 mil muertos que sí tenían nombre y apellido, sueños, anhelos, gozos por disfrutar y tristezas por sortear. El “hubiera” que “no existe” los ha convertido en una cifra para la generalidad, no para sus familiares, a los que se dieron justificaciones como que su enfermo estaba gordo o se les negó la explicación de su muerte al poner la mentira escrita en un acta de defunción.
Con todo esto, no resulta ocioso pensar lo diferente que habría sido un poco más de amor; mayor compasión y respeto a la dignidad de la otra persona, como para no desaparecer a través del whats app en tiempos en que los seres humanos nos volvemos cada vez más desechables.
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