Libre en el Sur

EN AMORES CON LA MORENA / El trenecito

Aunque se frustró, mi sueño era lindo y bien intencionado: No iba a implicar un ecocidio con la tala de miles de árboles ni afectar el hábitat de los jaguares. Mucho menos destruiría ríos subterráneos ni entornos de cultura originaria. Un capricho como el Tren Maya, pero mucho menos costoso.  

POR FRANCISCO ORTIZ PARDO

No sé realmente cuánto tiempo fue, pero permanecí unas ocho, nueve horas, a ratos parado y a otros en cuclillas, entre un vagón y otro del viejo Ferrocarril del Pacífico. Mi padre, solidario y ante la imposibilidad de convencerme de que nos moviésemos hacia el interior del carro, me acompañó la mayor parte del tiempo. Aunque teníamos nuestros asientos de “primera clase”, los habría preferido de segunda, de esos que traían bancas de madera y bien ventilados, como cuando viajé a Cuautla en un paseo con mis compañeritos de Primaria del Colegio Madrid.

Mi rostro era el del Ecoloco, con tizne hasta los párpados. Todo yo apestaba a hollín. Añádanle a eso el desvelo y el cansancio por la incomodidad del viaje. Veníamos de Culiacán después de que un autobús nos había trasladado desde Los Mochis, nuestro destino final de un viaje, ese sí onírico: el del tren que cruza la Sierra Tarahumara y sus imponentes Barrancas del Cobre desde la capital de Chihuahua hasta el Océano Pacífico, en Topolobampo.

A punto de llegar a Mazatlán, en ese ferrocarril como de la posguerra, como destartalado, como el que alguna vez lució y luego lo mató un sindicato corrupto, la temprana vida de quien esto escribe quedó expuesta a los designios de su propia mente que, impaciente, no quiso esperar a que la locomotora de diesel hiciera alto total frente al andén. Ignorante además de las leyes físicas, me aventé apenas noté la vieja estación, el paraíso anhelado, y mi pesada maleta provocó un jalón en sentido inverso. No lo supo mi papá hasta que me vio volar y caer sobre un costado del cuerpo, afortunadamente ileso de no ser por un tremendo golpe que dejó una secuela de dolor por varios días.

La incómoda posición por la que opté en ese viaje, que me evitaba el vómito por la insoportable pestilencia que se había formado dentro de los vagones en  horas acumuladas de sudores, alientos y alimentos fermentados, mezcla impregnada por el aire acondicionado, fue estratégica sin embargo para robarme en una pequeña grabadora el rugido de los pesados armatostes de fierro sobre las vías, el audio original. Quería llevarme hasta mi casa los rechinidos de un tren de verdad para adaptarlo con luz y sonido a mi tren eléctrico, cuya maqueta íbamos construyendo con tanta lentitud y paciencia con la que se observa la del tren a Toluca. A propósito, a pesar de no tener conocimientos de ingeniería, treinta y tantos años antes logramos en nuestro diseño un prolongado puente con columnas de madera, tan imposible en sus curvas como el de los trazos del tren de Peña Nieto.

Nuestro trenecito tuvo su origen en Isla Mujeres. En ese lugar paradisíaco de arena de talco era difícil sorprenderse con algo más. Pero el juguete que descubrí en una tienda de importaciones propiedad de mi tío abuelo Edilberto, me dejó boquiabierto: Una caja de cartón, de unos 80 por 40 centímetros, contenía una locomotora con base y motor metálicos y unos vagoncitos de plástico que asomaban por unos huequitos cubiertos con celofán transparente y grueso: Un carrito para transportar autos, otro carbón, uno más de la Coca-Cola…

Se trataba apenas de un tren sencillo y de línea económica, italiano de la marca Lima, que incluía unos cuantos tramos de vías que formaban un círculo. Pero, entusiasmados con la nueva diversión, en nuestras vacaciones del verano siguiente adquirimos otro paquete con el mismo modelo de locomotora, azul, pero con otros vagones. Y así inició nuestra gran afición, que compartimos durante muchos años mientras juntábamos más y más vías y algunos trenes de mejor manufactura, como la locomotora de vapor Rivarossi, que mueve sus ruedas a través de un delicado mecanismo de fierritos, réplica de la original.

Hasta que pensamos en construir una maqueta. Y entonces pedimos a nuestro amigo Juan Miranda, que además de ser un fotógrafo talentoso había aprendido muy bien las manualidades y la carpintería, que nos ayudara a realizar una base de madera plegable, para que pudiera regresarla a la pared de mi cuarto cada vez que necesitara dormir. El asunto es que la construcción de la maqueta se llevó años y, como en la vida real, se iba complicando al aumentar los costos en tiempos y requerimientos.

Era un sueño al que habíamos incorporado una montaña de unicel, cuyo túnel fue construido con nuestra propia tuneladora: un tubo oxidado que nos encontramos en algún lugar y que calentamos al rojo vivo para la perforación. A punto de entrar el tren a ese túnel, se iluminaba en automático el interior, y eso que no se conseguían aún los sensores de luz. Diseñamos dos circuitos, para que pudieran funcionar simultáneamente tres o cuatro ferrocarriles, con la energía suficiente…

Pero las obligaciones de quien va creciendo de tamaño y de necesidades, y la consiguiente falta de tiempo, hicieron que un día el proyecto fuese abandonado. El sueño permaneció algunos años. Hasta que un día tuve la conciencia de que lo único que estaba ocurriendo con mi resistencia es que las vías se estaban maltratando, expuestas al polvo y a la cotidianidad doméstica que de vez en cuando retumbaba y tiraba parte de la escenografía; y entonces lo desmonté, tal vez para siempre.

Lo que sí puedo afirmar es que, aunque se frustró, mi sueño era lindo y bien intencionado: No iba a implicar un ecocidio con la tala de miles de árboles ni afectar el hábitat de los jaguares. Mucho menos destruiría ríos subterráneos ni entornos de cultura originaria. Un capricho como el Tren Maya, pero mucho menos costoso.  

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