Si Sartre dijo que no tenemos escapatoria en la libertad, ¿por qué hay que esperar a tenerla? Tal vez lo único que debemos hacer es la conciencia de ella.
POR FRANCISCO ORTIZ PARDO
Hay quienes saben actuar muy bien y son completamente falsos.
Ettiene Carboni.
La cancelación de una obra con dramaturgia de Arthur Miller, porque Arcelia Ramírez se enfermó, puede llevarte en cualquier momento a la Cineteca a ver… ¡una peli sobre teatro!
Tremendo y hermoso azar cuando se trata, además, de un golpe de libertad en pleno verano. La libertad a la que, decía Jean Paul Sartre, estamos condenados. Esa libertad que mientras unos la despilfarran groseramente en banalidades en lugar de ir al sitio de las responsabilidades propias para decidir legítimamente sobre nuestra vida pero sin afectar a otros, los prisioneros tienen la necesidad de imaginarla para sobrevivir.
Pero me pregunto si solo son prisioneros aquellos que están encerrados en las cárceles. Y si no algunas veces son más libres los de adentro que los de afuera. ¿Quiénes tienen mayor necesidad de fugarse de la realidad que viven? Porque lo que plantea el director francés Emmanuel Courcol en su película El triunfo es la posibilidad de actuar mejor la vida propia cuando se padece el encierro físico que en la comodidad, la simulación de afuera, donde ni siquiera nos detenemos a pensar en el valor de esa libertad.
Qué tal ese histrionismo, bien actuado pero falso por tratar la persona de vender un personaje alegre y “totalmente Palacio” en una plaza comercial que apachurró la historia del pequeño pueblo originario en el centro geográfico de Ciudad de México. Tan cerca de la pantalla magnificente, en el mismo Xoco; y tan lejos de la libertad, o por lo menos de la libertad real que implica darse cuenta, no copiar. ¿Acaso son mejores actores que todos esos, decenas de miles, que piensan en los pobres desde la comodidad de terrazas de lujo?
En El triunfo, una cinta del 2020 seleccionada en el Festival de Cannes, un grupo de reclusos ven cambiar sus vidas a través del teatro y terminan por interpelar a su director, venido de la libertad de afuera, acerca de la auténtica libertad en términos de esencias humanas. Con la sensacional actuación de Kad Merad, el protagonista de la historia –real y tal vez también verdadera— encontró el sentido de su vocación para trascender en las líneas filosóficas y humorísticas de Samuel Beckett y Beckett, en él, el mejor logrado experimentalismo que tanto buscó. “Fue lo mejor que pudo ocurrirle a mi obra”, fue lo que dijo el autor irlandés acerca del montaje de los presos –y el desenlace que aquí no se revela— de Esperando a Godot, que en este caso se convierte en la espera de la libertad.
En la misma metáfora está la reflexión. Si Sartre dijo que no tenemos escapatoria en la libertad, ¿Por qué hay que esperar a tenerla? Tal vez lo único que debemos hacer es la conciencia de ella para saber que eso es lo que nos hace humanos. Porque los animales pueden ser libres en una selva pero no son conscientes de ello. La condición de los prisioneros no les da escapatoria en esa conciencia.
La condición de los “libres”, en cambio, hace que el miedo los aprisione y que falsamente busquen escapar de esa libertad ineludible porque implica la responsabilidad. Lo que hay es un no natural libertinaje para violar leyes, dañar el medio ambiente, afectar los sentimientos de otros por egoísmo, pisotearlos.
En las horas posteriores recordé una escena de mi propia obra en que, de niño, llegando a la estación de Mazatlán, me arrojé del tren con todo y mi maleta, que siendo una cosa me jaló hacia la libertad. Tal vez fui torpe por no esperar dos minutos más para alejarme del hollín del diesel y de los hedores insoportables que el aire acondicionado fijó en el vagón tras horas de mezclas de comidas, sudores y pies descalzos. Pero lo más probable es que aquel fue mi primer golpe de libertad, con todo y los dolores que dejó en el cuerpo. Lo que ha seguido no es fácil: Militar en filas de desadaptados para poder escribirlo.
Clavado en la butaca de la sala 7 de la Cineteca admiré el personaje de Ettiene Carboni, el director de teatro de los presos, para tratar de despojarme, una vez más, de mi propio personaje. Y me llené de esperanza por algún día lograrlo, aunque sea demasiado tarde.
La imagen de un psrsionero con el cabello pintado de morado, fumando un cigarrillo frente al río Sena, puede ser suficiente para sacudir siempre y cuando no nos cubramos los ojos. Ver El Triunfo y conmoverse con ella es, a la vez, un divertido atrevimiento. Ya habrá tiempo de ver con otros ojos Todos eran mis hijos, del gran Arthur Miller.
comentarios