Hay un letrero imaginario que pone que el que se atreva a cruzar la puerta de El Palacio de Hierro abandonará en ese momento la “austeridad republicana”. Aunque vaya solo a ver, como la mayoría.
POR FRANCISCO ORTIZ PARDO
Frida Kahlo con cincuenta y seis clavos en el rostro. Un mariachi que corre con su sombrerote por el Eje Central para atrapar al romántico que busca dar la serenata a la amada; y cerca de allí los delirantes que piden en la Coliseo una actuación estelar donde un luchador disloca el hombro de otro, de mentiritas. Miguelito, el único franelero querido y defendido del parque del pueblo de San Lorenzo Xochimanca, en plena colonia Del Valle, por ser el que no aparta ni vende lugares, se pone de capa como un Superman la manta en que se exige “no a los parquímetros”… para protegerse de la lluvia. Una mujer que carga una cabeza de marrano sube al tranvía en una peli de Buñuel frente a nuestro entrañable multi Miguel Alemán. El artista de setenta y tantos, que desconoce su voz terrible, más distorsionada por su viejo amplificador de voz, es de oficio tan solemne que se planta cada tarde vestido con traje y corbata frente a un café en la calle de Parroquia para cantar, con las manos que remueven su sentimiento mientras cierra los ojos, las de Pedro Infante. Toda la vida he escuchado que los mexicanos somos surrealistas. Pero hoy, en este país que regresa a no sé qué lugar, porque no es exactamente el mismo lugar de cuando era niño sino tal vez algo más primitivo, me pregunto si es cierto que se puede vivir en la irrealidad.
Como experimento tomo el Metro a tres cuadras de mi casa, extrañamente motivado por el aguacero que se avecina, tal vez para ponerme a tono con el ambiente grisáceo en el que hace apenas unas cuantas horas decenas de personitas tomaron el asiento de diputados y senadores que no les correspondía. Me bajo en la estación Coyoacán, ya con el chubasco en pleno, y mi paraguas es insuficiente para proteger mis tenis rojos que quedan empapados al cruzar por los charcos de la explanada con jardines que el desarrollo Mitikah construyó como supuesta mitigación al pueblo originario de Xoco, en realidad una placita bonita para que se vea más fancy su plaza comercial ante el paso de los habitantes de la colonia, que no pueden acceder a ella más que para soñar.
Hay un letrero imaginario que pone que el que se atreva a cruzar la puerta de El Palacio de Hierro abandonará en ese momento la “austeridad republicana”. Aunque vaya solo a ver, como la mayoría. Vista la torre Mitikha de 68 pisos desde los Viveros de Coyoacán luce imponente, aunque ya pronto será superada por otra y así subsiguientemente para la envidia del mundo a través de Instagram. Pero entrar en ese “paraíso” que es su plaza comercial con todas las marcas y todas las aspiraciones es otra cosa. Las ayudas del gobierno del AMLO pueden también servir para que un anciano que no las necesite se dé el gusto, por ejemplo, de comprar a su nieta en su cumpleaños unos aretes de ositos de Tous (cinco milímetros, 18 kilates en oro) por 4,250 pesos, y así ella se proponga el reto de que alguien pueda notar lo que trae en las orejas.
En Mitikah hay varias sucursales bancarias donde se exhibe el tipo de cambio del día pero no hay ningún sitio donde se tenga el mal gusto de recordarnos que el salario mínimo diario que tiene tan felices a los mexicanos es de 249 pesos. La inflación simplemente se va ajustando en las etiquetas, y ya está. Lo importante es que no se pierde el glamour. ¡Cuánta gente! Pero esto tampoco es realidad virtual, según constato. Ahí están todas las marcas que el lector encuentra en Nueva York o en París, esos lugares de tanta intelectualidad… y de tanta frivolidad. Este lugar de las maravillas que ni Alicia conoció “chupa” diariamente 211 mil litros de agua al día, como documentamos oportunamente en Libre en el Sur. Colindante por la parte trasera está el templo de San Sebastián, una joya arquitectónica del siglo 17, que se ha vuelto tan enano y en algún momento fue afectado por la construcción del enorme complejo, es el anclaje cultural y religioso del pueblo originario de Xoco, cuyos habitamtes terminaron siendo copados por la vorágine mercantilista a cambio de la pavimentación de unas cuantas calles y un alumbrado que podríamos denominar retro-chic.
La construcción de Mitikah inició hace casi dos décadas y tal vez se trata del desarrollo más impugnado en la historia de Ciudad de México, suspendido varias veces y por diferentes motivos. Pero ahora está ahí –gracias a que Claudia Sheinbaum les pasó el último abuso de tala de árboles–. Así que podemos disfrutar su plaza comercial de primer mundo. En consecuencia camino un poco más por el Palacio, a sabiendas de que el presidente desayunará al día siguiente en otro palacio, pero ese virreinal, unos simples tamales de chipilín. Tengo un sentimiento de culpa porque pienso que me he apartado de la Cuarta Transformación y que ni Hidalgo, ni Juárez ni Madero entraron a lugares así. Tampoco nuestro Presidente austero; pues no, diría él mismo: “Ni que fuera como mis hijos”. Pero me pasa rápido la culpa cuando doy por sentado que muchos visitantes de los que están allí votaron por Morena, como quien comulga en la misa sin confesarse antes. Hay tantos aparadores dorados y tantos espejos que quiero imaginarme Versalles. Busco una fuente pero no la encuentro. En cambio, me deslumbro con las joyas de aristocrazy, cuyo nombre lo dice todo.
Tengo hambre; pero ni modo que haga como esa vez que estuve de escala en Londres y me metí a un mac donalds para refugiarme de lo caro. Es más, supongo que esta plaza no tiene esa clase de fast food. Lo más “bajito” son Las gaoneras, ese restaurante que emula el invento del Califa de León de San Cosme: taco de jugosa sabanita de res con el reconocimiento Michellin. No me equivoco: Para ser modestos, Moshi Moshi, y Green Grass. Para sentirse una persona “pudiente”, como se decía cuando era niño, el Vicente: ¿Qué tal de entradita un tiradito de salmón, de apenas 120 gramos, por 340 pesos? Ah, ¡pero qué salmón! Lo bueno es que no como carne porque un cortecito de 400 gramos está en 900 pesos, algo así como 45 dólares. Con eso se podrían comprar 41 latas de atún o 18 kilos de frijoles. ¡Sea bienvenida la gente de “izquierdas”! Pero mejor no pienso en eso, me vaya amargar. Y tampoco voy a tocar el punto de los vinos y los cocteles. Veamos los postres, de esos que no le pone etiquetado la Secretaría de Salud porque supongo que no hacen daño. ¿Un tiramisú helado por 290 pesos? Bueno, quien recibe la dádiva del “bienestar” como un extrita lo puede pedir. De hecho puede pedir nueve de esos cada mes, con cargo al erario y sin pasar por mediciones de Coneval. Pero yo no gozo de esas mieles de la transformación y mi ilusión se va alejando a la vez que me aparto del lugar.
Doy un vistazo a la H & M, que tiene fama de ser una tienda buena, bonita y barata. Encuentro una playera simple, lisa, hecha en China por supuesto. Y por eso no es nada barata (320 pesos) porque en el centro se encuentra la misma calidad a mucho menor precio. En este debate interior de si lo que estoy viendo en Mitikah es una realidad paralela en un país que se vuelve la casa de los espejos, fijo mis ojos en la etiqueta de la playera como si fuese la vela en el altar y recuerdo lo que dicen los budistas. La playera no tiene existencia propia ni se llama playera. Ese es el nombre que le inventamos, porque además inventamos que es una playera. Y solo en esa medida existe. Pero la playera no dice “soy una playera” y mucho menos dice “apégate a mí”. Y, por si fuera poco, tampoco es un pedazo de tela. Todo lo que vemos es en realidad una ilusión porque lo dividimos en partes, cuando el todo es indivisible, como por cierto sostiene la física cuántica. También lo dice el vedanta, una escuela filosófica dentro el hinduismo. Advaita es el término con el que lo explican; significa “no dualidad”. La ciencia occidental se ha quedado varada en la explicación parcial de “todo se transforma”, que el cristianismo ha tomado desde tiempos ancestrales como el polvo que en polvo se convertirá. Aunque la sociedad de consumo es el extremo de esa ilusión, del vacío, tal vez no es tan raro meterse a una tienda a ver una playera, como lo hace la mayoría. Comprarla o no da casi lo mismo: De toda formas se sale con las manos vacías y la cabeza llena de más ilusión.
Cuando era un adolescente me volví aficionado al cine por entrar en la experiencia de vivir la vida de los personajes y escapar por un par de horas de la mía. Con el tiempo, en la medida de ir aceptando mi perenne condición, todas esas historias se fueron quedando como parte de lo que soy. ¿Y si ya que estoy aquí veo una peli en el Cinépolis “VIP” y aprovecho un tentempié de comida chatarra? De todas formas todo es un vacío. Acudo a la taquilla. No hay taquilla. Acudo a la dulcería, no tiene quién cobre y menos quien dé los precios. Ahora todo es en “pantalla”. Claro, soy un rezagado: Si en la Cámara de Diputados los nuevos legisladores –hasta los que fueron impuestos por los tribunales electorales– pasaron hoy lista por sus pantallitas que han sido colocadas en cada curul. ¡Ah, si yo fuera diputado y pudiese derrochar ahí toda mi ignorancia! Me siento como fuera de este mundo. Quiero volver. Me formo pacientemente en una larga fila mientras una bolita de chamacos discuten qué peli han de ver. En mi turno, descubro solo una que destaca en esa “churrería”. Que es “de arte”, pone. Dura dos horas y media y ya tengo más hambre. Hago la cuenta mental y le sumo los 90 pesos de la exhibición a un “combo”, que consta de una bolsa de palomitas de 285 gramos, un chocolate snickers, un hot dog y un refresco “jumbo”. Todo mi paquete cinematográfico cuesta ¡369 pesos! Entonces me acuerdo que no como palomitas, ni snickers, ni refresco; y menos hotdog.
Bajo por una larga escalera eléctrica, espectacular porque desde el cielo se ve todo ese mundo de lujos por debajo de la cabeza (from heaven to earth, podría rezar su eslogan) y llego directo al Amorino, donde el “cono” de helado más sencillo cuesta 90 pesos. Aún con la carestía, equivale a un kilo de aguacates extorsionados. Sigo entre tiendas de Mont Blanc, Rolex, Cartier. ¡Cuánta luminosidad! Descubro en una tienda de deportes una gorra de los Yanquis. Es la “barata”, de 850 pesos. Finalmente, por no dejar, pregunto en la tienda de Reebok por un tapete para yoga: se ve bueno, pero cuesta más de mil pesos. Mientras me quedo mirándolo como el juguete inalcanzable para el niño pobre, el joven despachador me da una “buena noticia”: ¡Está a mitad de precio! Vuelvo a mirar el tapete. Pienso que es como la alfombra mágica que me devolverá a la realidad. ¿Su pago es con tarjeta o con efectivo?
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