El ritual se sostiene casi por instinto, como si aceptáramos que sería peor prescindir de la Navidad que enfrentar su melancolía inevitable.
POR FRANCISCO ORTIZ PARDO
Hablar de la Navidad en noviembre no es ningún despropósito. Es, más bien, la prueba de que el comercialismo nos roba meses de vida como quien va adelantando el reloj para forzar un amanecer artificial. Desde finales de octubre —mucho antes de que a uno le despierte el espíritu navideño— empecé a escuchar, en la música ambiental de los supermercados, Campana sobre campana y la oda internacional a Rodolfo el Reno. Ya no hablemos de la contradicción que representa celebrarla del modo en que hoy se celebra, tan lejos de su sentido original y tan cerca del consumo compulsivo. Festejamos la austeridad del pesebre con focos led de 128 funciones y esferas que valen más que el aguinaldo de medio país.
Quizá por eso vale más quedarse con lo único que aún puede rescatarse: la esperanza. Una esperanza pequeñita, casi tímida, que se cuela entre el ruido de las cajas registradoras y los anuncios de temporada. Aunque sea una esperanza precaria, incluso hipócrita —porque ya sabemos que muchos de los parabienes de diciembre son de dientes para afuera y que, llegada la primera semana de enero, los mismos que reparten abrazos regresan a sus viejos agandalles—, uno insiste. A veces intentarlo es lo único que nos mantiene de pie.
De niño, la Navidad me provocaba una emoción tan enorme que se convertía en angustia. Me atormentaba la idea de que cada Navidad podía ser la última que viviría para contarlo. No temía —como hubiera sido lógico— que mis abuelos faltaran, porque para mí eran inmortales; temía por mí mismo. A esa edad el “aquí y ahora” es imposible: uno inventa reflexiones rupestres sobre la muerte mientras piensa en juguetes y piñatas. Nunca entendí por qué me ocurría eso, ni siquiera con ayuda del psicoanálisis.
Lo que sí entendí, con los años, fue la importancia de los rituales que me rodeaban: los aromas de la cena, las luces, los regalos que significaban más por el cariño que por el objeto. Siempre me apenó recibir, y sigo sin saber si eso es normal. El cariño de mis tías, de mi mamá, y de mi abuelita Soco era lo que realmente envolvía cada obsequio. Me he referido aquí al celofán rojo, que era un envoltorio con colaciones, frutas secas y turrones de deliciosa calidad que nos entregaba después de la cena. Pienso que viene de una tradición que trajo mi bisabuelo desde Santander, porque fue en su casa donde los nietos conocieron el ritual.
La muerte de mi abuela, hace tres años, a los 98, cerró un capítulo que yo ingenuamente creí interminable. Me acostumbré a su inmortalidad, como a la de mis padres, con quienes aún cuento. Pensar en esa bendición —la de seguirlos viendo cada diciembre, cada día— es hoy la mayor luz que me ofrece la Navidad.
Y aun así, confieso que me gustan las iluminaciones de las calles y de las casas. Me recuerdan cuando Juárez y Reforma se adornaban con motivos navideños grandes, vistosos, públicos. Cuando los árboles eran grandototes y las luces formaban pasacalles enteros. En Villa Coapa, cuando con amigos formé la Asamblea Juvenil Organizada para hacer trabajo comunitario, cooperábamos con los vecinos para adornar los andadores. Eran años de posadas de verdad: peregrinos, canastitas de colación, ora pro nobis, piñatas que se rompían sin pleonasmos de seguridad y una alegría que hoy regresa más como aroma que como vivencia.
Desde que murió mi abuelita Soco, algo se quebró en la hechura familiar. Ella ejercía un matriarcado suave pero efectivo: mantenía unidos los hilos invisibles de la solidaridad. Pero también es cierto que las cosas van desapareciendo en la medida que vamos creciendo, de a poco. Yo mismo tuve que renunciar a mis propios ritos, como cuando me fui de casa para echar el vuelo y allá se quedaron las figuritas del Nacimiento que construía cada año con montañas y ríos. La vida adulta no siempre permite cargar con lo sagrado.
Aun así, sigo disfrutando —incluso en medio del consumismo— del aroma a bacalao de ciertos ultramarinos, especialmente los de origen español, que abonaban los mitos familiares de antaño. Es una nostalgia de lo que no viví, pero que heredé como si fuera mía. Y me encantan las romerías de los mercados, donde sobresale el olor de los pinos… desde noviembre.
Con los años, la conciencia se impuso: mantener la esperanza es difícil. El ritual se sostiene casi por instinto, como si aceptáramos que sería peor prescindir de la Navidad que enfrentar su melancolía inevitable. La vida va dejando huecos: personas que ya no están, tradiciones que ya no se hacen, noches que ya no tienen la misma conversación.
Mi tío José Agustín, por ejemplo, sufría mucho estas fechas hasta que inventó con sus hijos un remedio: el Festival Navideño. Una genialidad emocional. Algo de eso adopté: no para anticipar la Navidad ni sobreponerla, sino para entender cómo es posible sobrevivir a la Navidad, como escribí alguna vez en Libre en el Sur, cuando hablábamos de los factores psicológicos que vuelven tan difíciles estas semanas para tantas personas.
Por eso, desde ahora, me alisto. A disfrutar —aunque sea desde la orilla— la luz entre las sombras. A recordar que aún hay cosas por las que vale la pena estar aquí y ahora. A recibir lo que llegue sin el peso de lo que falta.
Al final, la Navidad también es eso: una forma de seguir.
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