Las conciencias emergentes no pueden permitirse el lujo de mirar hacia otro lado frente a modelos que pretenden imponer derechos religiosos y territoriales sobre otros pueblos.
POR FRANCISCO ORTIZ PARDO
Hay algo profundamente inquietante en el ruido. No en la información —que siempre es necesaria— sino en ese zumbido permanente que todo lo vuelve equivalente, donde la opinión razonada convive sin fricción con la barbaridad, y donde la indignación termina diluida entre consignas, algoritmos y certezas prefabricadas. El ruido no solo confunde: anestesia. Y en contextos de guerra, esa anestesia se vuelve peligrosa.
En eso tiene razón el rabino Marcelo Rittner cuando advierte que la saturación informativa permite que, entre opiniones legítimas, se cuelen afirmaciones aberrantes. El caso de Gaza es quizá el ejemplo más doloroso de esta época: una tragedia humanitaria discutida como si fuera un partido de fútbol ideológico, con bandos, porras y silencios estratégicos.
Lo que uno lamenta, sin embargo, es que ese señalamiento se quede a medio camino si no se acompaña de una precisión indispensable: la responsabilidad histórica y moral de quienes han sostenido, durante siglos, fanatismos religiosos incapaces de aceptar una premisa mínima de convivencia civilizatoria. Que todo pueblo tiene derecho a un territorio. Que toda comunidad tiene derecho a una vida digna. Y que nada —absolutamente nada— justifica el genocidio que hoy se perpetra en Gaza, por más capas de discurso que se le quieran colocar encima.
Del mismo modo, resulta insostenible —y éticamente inaceptable— negar el genocidio del que fueron víctimas los judíos por orden de Adolf Hitler. No se trata solo de una verdad histórica, sino de una exigencia moral elemental. Aquel exterminio no fue un exceso, ni una anomalía inexplicable, sino el resultado de un puritanismo racial llevado al extremo, articulado desde el Estado, pero alimentado también por una larga tradición de exclusiones, jerarquías morales y dogmas que encontraron en la religión —o en su versión degradada— una coartada eficaz.
Reconocer una tragedia no exime de responsabilidad frente a otra. La memoria no puede ser selectiva sin convertirse en ideología.
En ese marco conviene recordar discusiones que sí intentaron escapar del ruido. En Es la hora de Opinar, conducido por Leo Zuckermann, en los encuentros habituales entre rabinos y el sacerdote católico Hugo Valdemar, se tocó un punto crucial de la historia humana: buena parte de la posibilidad de paz entre los pueblos depende, efectivamente, de la paz entre las religiones. No como consigna ingenua, sino como reconocimiento de que las creencias siguen teniendo un peso real en la manera en que se justifican —o se frenan— los abusos.
Pero incluso ahí es necesario matizar. Durante décadas se ha instalado la idea cómoda de que las religiones son la causa principal de las guerras, como si la fe explicara por sí sola la violencia organizada. Esa simplificación es falsa y funcional. Las grandes guerras modernas han estado impulsadas, una y otra vez, por ambiciones económicas, pulsiones imperiales y proyectos de dominación que poco o nada tuvieron que ver con lo religioso.
Ahí está el imperialismo estadounidense, denunciado con furia intermitente. Pero también el soviético primero y el ruso después, hoy exhibido sin pudor en Ucrania. Ahí están las invasiones, el sometimiento sistemático y la anulación cultural de China en territorios originarios como el del pueblo tibetano. Ahí está, también, la absurda y persistente disputa entre India y Pakistán, heredera directa de fronteras coloniales mal trazadas. En ninguno de esos casos la motivación central fue religiosa. Fue poder. Fue territorio. Fue control.
Sin embargo, existen casos en los que el supuesto derecho a la invasión sí se sostiene explícitamente en argumentos religiosos. Ocurre tanto en ciertos sectores del judaísmo político como en los fundamentalismos musulmanes, donde se invocan relatos milenarios como si fueran títulos de propiedad vigentes. Textos antiguos convertidos en escrituras notariales del territorio. Dios usado como aval jurídico.
Por eso no se puede defender el genocidio en Gaza y, al mismo tiempo, reprochar con furia retrospectiva a los españoles —que ni siquiera eran “españoles” en el sentido moderno— por haber sometido hace más de cinco siglos a los pueblos originarios de Mesoamérica. Los sincretismos no fueron gestas luminosas: fueron el resultado de tiempos oscuros, de guerra, imposición y muerte. Pero también es cierto que de ese horror se configuró el mundo que hoy habitamos. Negarlo no repara nada. Idealizarlo, tampoco.
Justamente por eso, las conciencias emergentes no pueden permitirse el lujo de mirar hacia otro lado frente a modelos que pretenden imponer derechos religiosos y territoriales sobre otros pueblos. No se trata de acomodar la historia, la indignación o la culpa según convenga al discurso propio. Se trata de asumir que cuando hablamos de valores universales —vida, dignidad, convivencia— no hay excepciones legítimas ni jerarquías del dolor.
El único camino posible hacia la paz pasa por poner límites claros al abuso y por no ser indiferentes frente a él. Condenar unos crímenes y justificar otros es una forma sofisticada de complicidad. Cuando se trata de la humanidad, la condena debe ser pareja. Y, sobre todo, nunca estar de acuerdo con la guerra.
Ese es, por cierto, un principio cristiano fundamental. Uno que hoy enarbola buena parte del mundo, incluso desde el agnosticismo, . El ejemplo de Jesús nunca fue responder a la violencia con más violencia. Y olvidarlo —desde cualquier religión, Estado o ideología— es traicionar no solo una fe, sino una ética mínima de lo humano.
¡Muy feliz Navidad!
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