Charly, el personaje de La Ballena, es un comedor compulsivo. Pero la “comida chatarra” no es la causa de su obesidad, sino una espiral de soledad y vacío por haber sufrido una pérdida sin la atención emocional debida.
POR FRANCISCO ORTIZ PARDO
Se murió de Covid por gordo. El simplismo gubernamental.
No recuerdo que en otro gobierno se haya utilizado tanto la estigmatización como fórmula política. El presidente Andrés Manuel López Obrador recurre a ella sobre todo para acusar de delincuentes, sin pruebas, a sus enemigos políticos, convertido prácticamente ya en un persecutor. Con toda clase de epítetos recurre a la ligera a las descalificaciones y presume sin empacho el verbo “estigmatizar”, que para mí es uno de los más horrendos que pueda tener el idioma castellano. En el mismo sentido, actores gubernamentales hacen un marketing contra el marketing de la sociedad de consumo, una demagogia, claro sí, para justificar las inacciones e incapacidades propias de la regresión autoritaria.
El tema de la salud pública es un ejemplo claro. Aunque antes que nada debo recordarles que ya casi, es cosa de esperar solo seis meses con un poquito de paciencia, para poder contar con un sistema como el de Dinamarca, gratuito y de primer mundo. El asombroso proyecto se ha retrasado más de cuatro años por culpa del Covid que, por cierto, produjo la muerte de 600 mil mexicanos, donde nada tuvo que ver –de veritas– los llamados a no usar el cubrebocas o retrasar la aplicación de las vacunas.
Un vocero de la Secretaría de Salud, “encargado” de la pandemia en México cuyo estrellato cayó como una piñata con todo y sus siete pecados, fue el mismo que tuvo el descaro de llamar “veneno embotellado”, así nomás porque sí y desde la confortabilidad en la que vive (no visitaba los hospitales donde estaba muriendo la gente), a un refresco de cola que él mismo no prohibió y que dejó a su destino fatal a quien se lo bebiera. Se trataba de colocar con el descrédito de una sola de las marcas –no de la otra que le compite, curiosamente— la idea de que era más letal la obesidad –¡por el refresco!– que la negligencia de la autoridad sanitaria. Sin una sola prueba, “evidencia”, expresión tan devaluada.
En la primera etapa de vacunación, la propia Secretaría de Salud hizo algo que debió ser ampliamente denunciado por denigrante y violatorio de la dignidad humana. El personal encargado repartía un panfleto a la gente que acudía a los centros de vacunación, un comic con monitos en el que se presentaba a niños gordos y flacos, señalados los primeros de serlo por comer “comida chatarra”. Para los fanáticos religiosos no importa pisotear a las personas mientras sus zapatos puedan pisar esas duelas inmaculadas del Palacio Virreinal.
La corpulencia se vuelve invisible para quienes echan el rollo formulado en restaurantes caros, donde se bebe bien y se endulza la vida con postres naaada dañinos.
Más que una “industria” maligna de los alimentos procesados, cuya existencia es irremediable hasta para los chinos comunistas, el verdadero problema es, otra vez, el manejo de estos discursos tramposos que terminan por ser más capitalistas que lo que cuestionan, delineando modelos de belleza… ¡de otras industrias! Como suele pasar con la comunidad médica y sus agentes gubernamentales (que sabemos que es común que no comen y beben sanamente, ni cuando se trata del vino tinto que tiene altos niveles de azúcar que van directo a la sangre), la negación de las causas psicoemocionales del problema –como el de muchas adicciones– terminan por quedarse detrás de la línea de la mentira.
No son parejos, sin embargo, porque aunque la carne roja haga daño, los gobernantes no hablan de los riesgos que implica su consumo para la salud y los efectos sobre el medio ambiente. ¿Quién de ellos se pierde de un buen ribeye?Tampoco de las garnachas ni de las guajolotas, esa torta de tamal tan tradicional que suele acompañarse de… ¡una Coca Cola! La hipocresía es la fiel compañera del poder público. Desde ese tratado para las “buenas conciencias”, ya se colocó en el mercado de la corrección política la palabreja compuesta de “comida chatarra”, mientras la gente pobre no tiene otra forma de conseguir los valores energéticos para el esfuerzo que implica su trabajo, paradójicamente su única forma de sobrevivir. ¿Y qué nos dicen estos personajes de los lugares donde no hay agua potable? En el pregón hay farsa e ignorancia, falta de sentido común.
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Tras la demagogia fallida –porque no hay un solo dato que demuestre que las payasadas funcionen para otra cosa que no sea divertir–, la estigmatización recae entonces en las personas obesas, que tienden a permanecer ocultas como su propio ombligo entre sus carnes abundantes. Una corpulencia que se vuelve invisible para quienes echan el rollo formulado en restaurantes caros, donde se bebe bien y se endulza la vida con postres, me imagino que nada dañinos.
La Ballena (The Whale en inglés) es una película escrita por Samuel D. Hunter, basada en su obra del mismo nombre, como dramaturgia, no como guión. Protagonizada magistralmente por Brendan Fraser, nominado al Oscar y quien obtuvo una ovación de seis minutos en el Festival e Venecia, donde se estrenó la cinta, La Ballena no contiene una cinematografía sobresaliente porque justamente aparece como una obra de teatro en pantalla grande. Austera en recursos humanos y materiales, La Ballena, con la mayor parte de sus tomas cerradas, transmite la angustia del personaje –y su somatización de anisedad— al espectador. La impotencia que obliga a la paciencia; y la impaciencia que se convierte en forma de vida, cada suspiro forzado como una nueva y tal vez última oportunidad.
La Ballena tira por la borda los discursos prefabricados y reivindica la narrativa propia como posibilidad de la existencia, aun cuando se haya perdido toda esperanza de vida.
Obviamente Charly, el personaje, es un comedor compulsivo, pero el tratamiento de la obra –que logra conjuntar los respectivos atributos del cine y el teatro, es las emociones y la intelectualidad, no pasa ni por los lugares comunes ni por el abaratamiento del problema. La “comida chatarra” no es la causa, sino una espiral de soledad y vacío por haber sufrido una pérdida sin la atención emocional debida. Charly desplaza sus prioridades hacia el prójimo, en este caso su hija adolescente, insoportable a los ojos del espectador, donde encuentra la razón de su existencia. Y en esa medida termina por desplazar todos los “deber ser” posibles, incluido el hospital que nunca será un remedio para el corazón no cardiaco. Las racionalidades que no viven –es la enseñanza que nos deja La Ballena— no tienen utilidad en el mundo.
Si el gran Guillermo del Toro descubre los monstruos que viven dentro del hombre, entre el director Darren Arnofsky y el dramaturgo Hunter nos revelan la humanidad que vive dentro de las personas a las que repudia el mundo. Y eso, perdón, nada tiene que ver con el Osito Bimbo.