“En la casa de mi tía probé las mejores tortillas de harina, los mejores frijoles, la mejor comida china y los ricos saladitos: piedras con forma de caquita de conejo cubiertas de sal y a veces de dulce que te roban siempre un híjole a qué sabe esto.”
POR MARIANA LEÑERO
Todos, o casi todos tenemos familiares que no viven en nuestra ciudad. Que la tía menganita, que el primo zutanito, que la comadre perenganita, el sobrino fulanito … En mi familia tenemos a “La familia de Mexicali”.
Mi tía Tencha, la hermana mayor de mi mamá, conoció a mi tío Mario en Mexicali, ella se quedó allá para formar su hermosa y extensa familia mientras mi madre se mudó a la Ciudad de México.
Mi Tía Tencha, además de guapa, tiene el corazón más grande del mundo: con 5 hijos, 15 nietos, 33 bisnietos, esposos y esposas respectivos, estaría cabrón que su corazón tuviera un tamaño regular. De por sí ya es grande, ahora con tantos a quien amar y tantos que la aman sería imposible imaginarlo pequeñito.
A veces pienso que si uno pudiera elegir donde nacer es probable que elegiría la casa de la Tía Tencha. Su corazón grande, acompañado de sus carcajadas escandalosas por cualquier estupidez que uno hiciera, te acogía como si fueras su primer hijo. Quizás es por esa razón por la que “La familia de Mexicali” sigue siendo tan grande y continúa poblando el mundo.
Podría decirse que desde los ojos de una familia chilanga, que hablamos “bien curado” como decían ellos, “La familia de Mexicali” vivía una vida más tradicional que la de nosotros. Muchas veces la envidié.
Durante toda mi infancia, “La familia de Mexicali” fue mi lugar feliz… Gracias a mi tíos, mis primos y mis primas, mis hermanas y yo conocimos Disneylandia, Sea World y los centros comerciales que en tiempos de mi niñez solo existían en Estados Unidos.
Nunca me parecieron insoportables las largas filas que hacíamos para “pasar al otro lado”, la emoción era tanta, que lo único que me importaba era llegar a San Diego temprano para salir a pasear.
La casa de mi tíos era para mí como un oasis en el desierto, no solo por el pinche calor que te hacía olvidar hasta tu nombre, sino por la hermosa piscina con resbaladilla que te invitaba a echarte un clavado.
Dicen que los recuerdos de la infancia se evocan rápidamente por los olores y eso me pasa ahora que vivo en Estados Unidos. Cada vez que entro a una tienda siento que visito la casa de alguno de mis primos. Olor bonito, a nuevo, a limpio, a felicidad.
Éramos tan distintos que la diferencia se sentía familiar y no nos asustaba. Mis primas traían siempre la ropa de moda que mis hermanas y yo no nos atrevíamos a usar. Habían visto, antes que nadie las películas y los programas de televisión más populares y no necesitaban letreritos para entenderlas. Todos hablaban un inglés fluido y perfecto. Tomaban leche, cereales, queso, comida congelada “gringa” que compraban en Calexico y era deliciosa. Nos invitaban a bodas y eventos sofisticados llenos de amigos, compadres, vecinos, tíos, en fin, un revoltijo de gente que se conoce o se trata como si se conociera. Mis primas tenían reuniones con sus amigas, tomaban café saboreando deliciosamente su tiempo.
Podría decirse que desde los ojos de una familia chilanga, que hablamos “bien curado” como decían ellos, “La familia de Mexicali” vivía una vida más tradicional que la de nosotros. Muchas veces la envidié; en la ciudad de México la vida corría rápido y mis papas trabajaban mucho, me hubiera gustado tener más presente a mi madre y mis hermanas. Sin embargo, también me sentía orgullosa de las diferencias: mis hermanas no necesitaban chaperones para salir a las fiestas, mi madre me enseñaba el placer de ser psicóloga y al mismo tiempo hacer su doctorado. Los fines de semana podíamos vivir una vida cultural diversa. Esas diferencias, ahora que lo pienso, hicieron que entre “La familia de Mexicali” y la nuestra hubiera una necesidad tácita. Recuerdo muchas veces a mis primas visitándonos, yéndose de parranda en el carro que mi madre les prestaba, sin chaperones y con sus amigas. Tampoco se me olvida la imagen de mis primos platicando con mi madre sobre sus pesares o cuando mis sobrinos le pedían apoyo y consejos a mi padre para adentrarse a los caminos del cine o la literatura. En fin, pienso que ambos nos necesitábamos y nos complementábamos.
Lamentablemente el tiempo y la distancia le pega hasta los que más se quieren. Hace ya varios años que las visitas a Mexicali terminaron. Eso no les ha impedido el seguirse extendiendo. Son ya tantos, que estoy segura que en cualquier lugar en que me encuentre, no solo del país sino del mundo entero, me toparé con alguno de ellos. Cuando se atraviese un problema tendré que acordarme en gritar: ¿hay alguien que conoce a la Tía Tencha de Mexicali? y seguro habrá unos cuantos que salgan a mi rescate.
Tuve la suerte de vivir una parte de mi vida con ellos. Aún hay varias historias que merecen ser contadas, pero quedan pocas líneas para seguir escribiendo. Habré de seguir trayendo a la memoria recuerdos de mi infancia que me agranden el corazón, no como el de la Tía Tencha, eso es imposible, pero al menos sí un poquito.
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