El discurso de la ‘buena alimentación’ no transgrede ni siquiera la vanidad, según desvela la cinta ‘Club Cero’.
POR FRANCISCO ORTIZ PARDO
Club Cero (Jessica Hausner, 2023), es una película que deja un mal sabor de boca, como dice Rory O´Connor en su crítica en The Film Stage, pero lo hace en un sentido muy diferente al que supone la expresión. La literalidad en una escena donde una chica bulímica que se come su propio vómito reta al espectador a algo más que sostener la mirada en la pantalla, con una duda que pone en entredicho el discurso de la “buena alimentación” o la “alimentación sana”: ¿Se puede puede llegar al extremo de no comer por una obsesión ideológica?
Rodada en la Universidad de Oxford, con dineros y recursos humanos de Reino Unido, Francia, Austria y Dinamarca, la cinta de Hausner, seleccionada en el Festival de Cannes el año pasado, es ante todo el atrevimiento valiente que interpela una de las correcciones políticas menos cuestionadas: la de atribuir a la sociedad de consumo, en particular a la industria alimentaria y no a la educación, la falta de conciencia individual o colectiva o factores psicológicos o culturales, malos hábitos nutricionales que son generadores de enfermedades.
Curiosamente es a la educación a la que la realizadora austriaca recurre para parodiar los discursos nutricionales de moda, a veces con franca sorna, un torpedo efectivo contra la sociedad robotizada… pero por las modas ideológicas. Elsa, una maestra interpretada por Ksenia Devriendt, induce a los estudiantes a una forma de comer –y de no comer– tan poco ortodoxa como peligrosa. Pero tal vez lo más terrible de todo es que, a la inquietante banda sonora sucede algo que nos va llevando inevitablemente a un callejón sin salida.
La moda de la buena alimentación, a veces truqueada con preceptos científicos –o pseudo– pero comúnmente aprovechada por la demagogia de gobiernos a los que poco les importa el acuerdo entre los diferentes y venden el pensamiento único como la solución, en palabras bonitas que son repetidas sin poner comas y acentos en las redes sociales por seguidores o fanáticos, es solo una muestra de cómo un discurso no transgrede ni siquiera la vanidad.
Con hechuras fotográficas falsas como parte de su crítica, Club Cero es una cinta de suspenso, mitad de humor negro y mitad de drama, que desvela la hipocrecía que no pocas veces lleva a estados más degradantes de la dignidad humana, abrigada por la idea de que se puede poseer la verdad cuando en realidad la única posibilidad de respuesta a los grandes problemas de la humanidad está en cuestionar y luego… cuestionar. Porque buscar la salida sin asumir la prueba-error constante, con un poco de humildad, es condenarse a nunca encontrarla.
Una cosa que pega tanto en el estómago como en la cabeza del espectador al terminar la película en una secuencia que obliga con efectividad a quedarse a ver los créditos, es la certeza de que las fijaciones individuales son resultado de procesos y carencias individuales pero que se van reproduciendo hacia afuera –no importa si valiéndose de la ciencia o de verdades parciales y autoengaños– a manera de lo que sucede con el fanatismo de un líder religioso. Luego surge una pregunta: ¿Dónde para todo esto?
Es cierto que la industria alimentaria fabrica productos poco sanos a cambio de un gran negocio. Lo inadminisble para mí es atribuirle todo el peso de la culpa. En México, por ejemplo, aunque la tradición culinaria es una de las más deliciosas y famosas del mundo, muchas veces consiste en una dieta basada en alto nivel de carbohidratos, grasas y azúcares. Pero es más fácil y suena más lindo culpar a la Coca Cola de los males y no a su combinación ya clásica con las fritangas y los suculentos guisos a base de grasa animal que, como ya se sabe –o ya se ha admitido, finalmente– predispone cáncer y enfermedades cardiovasculares.
En el extremo, nadie podrá defender los taquitos de suadero del puesto de la esquina como un alimento saludable pero podría darse toda una manifestación masiva para justificar su existencia. ¿Es posible cambiar la cultura alimentaria? Pienso que sí, y además es necesario, pero debe entenderse que no sucederá de la manera que se pretende, donde tanta saliva se ha desperdiciado, sino desde posturas no cerradas.
De la misma forma, una cultura supuestamente superior que es la europea pretende hacernos creer que el vino, muy peligroso en diabetes, es mejor que los productos destilados mexicanos, como el tequila. Aunque las bebidas alcohólicas hacen daño en términos generales, parece que el capitalismo europeo (un diablo con vestido azul) –cuyas contradicciones y farsas tambien aparecen en la película en forma despiadada– elige qué marketing y qué consumismo es más plausible, frente a los gringos “desgraciados” que, paradójicamente, han adoptado del viejo continente las hamburguesas y las salchichas. Y ya entrados en gastos, debería uno preguntarse –nomás por joder– en qué parte le pondrían la etiqueta frontal a los postres que venden en los restaurantes y pastelerías, que son fuente indiscutible de obesidad. ¿O es un tema exclusivo de los gansitos Marinela?
Pero la solución no está en estigmatizar la comida mexicana, el vino tinto, las salchichas o los llamados productos ultraprocesados como los gansitos, sino en dar alternativas reales a la gente con las que pueda compensar las deficiencias nutricionales sin censurar, prohibir, castigar. Por ejemplo: Llama la atención que no se promocione el consumo de amaranto, una de las proteínas más nobles y sanas del mundo, a la vez que cereal, que los aztecas producían diez veces más que los mexicanos ahora. Hasta que el amaranto se ponga algún día de moda (ya venden las galletitas caras en cafeterías gourmet, cosa naaada consumista); y entonces no habrá nada mejor que comerlo…
La única solución posible en este mundo del capitalismo voraz está en utilizar el principio de la libertad individual de elegir que el mismo capitalismo da. Pero con una amplia difusión de información veraz y documentada, a la que la gente tienen derecho para tomar mejores decisiones, que tenga fuentes diversas y esté librada de ideologías, prejuicios o intereses de facción, de lo que un gobierno debe hacerse tan responsable como de la salud pública, que incluye la regulación del mercado y su esquema fiscal, pero sin dogmas y con pertinencia. Al menos que, ya abatidas las democracias, nos impongan también las costumbres y modos “correctos” de quien se crea un dios.
Lo que Hausner pone sobre la mesa con su controversial película es el peligro de que modas ideológicas, por más que suenen bien, terminen por ser contraproducentes, al grado de provocar de peor manera la caída del ser humano en las garras de la sociedad de consumo: un patrón de belleza que por ejemplo lleva a las chicas a la anorexia o al suicidio, o incluso la supuesta forma de “pensar mejor” en temas transversales como la ecología o la vida sana, que no son al paso del tiempo más que una nueva forma de publicidad para el negocio y las relaciones públicas y una presión social para las personas comunes.
El supuesto que nos deja la cineasta es que esas modas ideológicas siempre van a más, son contagiosas y carecen de la autocrítica, por lo que nunca rectifican y terminan por indigestarse en una fatalidad a la que suceden nuevas modas ideológicas.
Y efectivamente: La corrección política va integrándose en subculturas que terminan por ser succionadas, como siempre, por la cultura dominante, mientras la demagogia es empleada por los gobiernos para estirar el poder político frente al poder económico hasta que se agota; y siempre se agota. Nada de lo anterior hace al mundo mejor, por supuesto.
Club Cero no es el rollo fácil y cómodo sino la ansiedad desatada en las piernas cuando la persona no tiene el control del guión.
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