“Kiara no lleva culpas en esa lengua que ventila por la falta de agua: ella es leal y festeja la vida con sus giros”.
POR FRANCISCO ORTIZ PARDO
Kiara es como de peluche, con sus ojos grandes y brillantes a semejanza de canicas bombochas. Pero cuando camina y va resorteando parece más bien uno de esos pequeños perros de juguete que funcionaban con pilas; como “de cuerda”, dirían algunos. Pero si algo he aprendido de esta pequeña de raza pomerania y pelaje dorado es que no es un juguete. Nerviosa, rebelde y caprichosa, porque dicen que así se hizo en el encierro pandémico, es demasiado dependiente de su dueña y poco sociable con otros canes. Eso sí que es juguetona, como cuando va a la caza de la cabecita de “Ron Damón”, que es lo que queda de un muñequito de tela al que los mordiscos de la fuerte dentadura hizo añicos.
Ella matiza mis críticas a la mala fama que muchos otros perros se han conseguido por culpa de sus “protectores”, “amos”, “cuidadores”, “paseadores” que inconscientes –y contra las leyes más elementales de convivencia– los sueltan en parques y banquetas. No sé en qué momento me gané su cariño, pues soy uno de los pocos seres humanos a los que no ladra y en cambio busca que la acaricie o que le pida que haga giros fantásticos con los que manifiesta su emoción. Le creo a Itzel cuando asegura que Kiara es el ser vivo en quien más puede confiar, sobre todo porque me constan las traiciones de los seres humanos, su utilitarismo y su ingratitud.
De allí que me he quedado pensando que resulta muy injusta esa expresión de comparar los pleitos de los seres humanos con los supuestos odios que hay entre los perros y los gatos. Además de ser una mentira, porque mucho es sabido que ambas especies pueden convivir en el mismo lugar, son las palabras de soberbia que se vinculan, paradójicamente, con eso que llamamos “racionalidad”, aunque se carezca de toda auto crítica. La imbecilidad humana aparece por ejemplo cuando esas personas que llevan sin cadena a sus mascotas ponen en peligro la vida de un niño o de un anciano y hacen como que no se dan cuenta. De repente en esta “modernidad” se vuelve culpable un adulto mayor porque “se le atravesó” a un perro y por eso casi le dio el infarto.
No importa cuántas veces lo publiquemos y se repitan los argumentos o se citen las leyes: ellos carecen de la inteligencia que sí tienen otros mamíferos: Estas personitas ni siquiera se dan cuenta del ridículo que hacen al tratar de justificar su comportamiento. En todo caso un animal “no humano”, como ahora le llama la corrección política, obedece a sus instintos de sobrevivencia y si ataca es para defenderse. Pero el dueño del perro en cambio, lo digo porque me consta, se pone retador usando como escudo al propio animal cuando se le pide que lo amarre. Y como no hay autoridad que lo detenga, pues la autoridad es él: algo peor que la ley de la selva.
Recuerdo cuando era adolescente y mi perrito de raza entre french y maltés, blanco peludito, “olía” mi tristeza y se sentaba a mi lado. Su mirada me hablaba: “Cuentas conmigo”. Con los años fui descubriendo en esto que se llama vida que la mayoría de las personas hacen favores o “mueven la colita” esperando algo a cambio. En lo indefinible del amor suele caber la pasión y momentos que se cuentan en novelas y películas; pero también la desdicha a manos de victimarios que, saciados ya de lo que necesitaron de uno, van a la caza de algún otro ingenuo. Pero resulta muy injusta esa expresión de comparar los pleitos de los seres humanos con los supuestos odios que hay entre los perros y los gatos.
Cualquiera que me conozca sabe que yo no soy un animalista en los términos que impone la ideología. No me caben las aberraciones de los “derechos” de los animales porque para eso deberían tener obligaciones; y pues eso es imposible. Y aunque estamos llamados a protegerlos en su vulnerabilidad, me repugna que haya quienes se desviven por sus mascotas pero son miserables como personas, inhumanos. Tampoco puedo ver con indiferencia el gasto excesivo en esta sociedad de consumo para la atención de los animalitos cuando hay tantos niños que padecen hambre. Sin embargo cada vez tengo menos dudas con respecto de una extraña e innata bondad que tienen los perros y los gatos, que parecen comportarse de manera más civilizada que nosotros, al grado de respetar las reglas que les son impuestas, una vez que las aprenden.
Es injusta esa expresión de comparar los pleitos de los seres humanos con los supuestos odios que hay entre los perros y los gatos.
La nueva edición de la revista digital de Libre en el Sur está dedicada a los animales porque el 4 de octubre es su conmemoración internacional. Es la fecha que corresponde a la devoción a San Francisco de Asís. Hace unos días, pregunté a un estudiante de la orden de los franciscanos, en el claustro de la iglesia de San Juan Evangelista, en el centro de Coyoacán, sobre sus hábitos y el emblemático cordón con tres nudos, que significan votos de pobreza, castidad y obediencia. El primero de ellos inscribe la enseñanza de San Francisco nada bien aprendida contra la ostentación y el derroche, pero también su amor por los animales. El relato más famoso y significativo al respecto es el del Lobo de Gubbio. San Francisco logró amansar a un lobo… pero no a los seres humanos.
Kiara no ha tenido el gusto de conocer a San Francisco. Pero es curioso que, cuando cruza la calle sujetada a una cadena por su dueña, resorteando y moviendo la cola, la veo más libre que cualquiera. Y es que no lleva culpas en esa lengua que ventila por la falta de agua: ella es leal y festeja la vida con sus giros.
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