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Los Frankenstein de la vida real

La película de Del Toro y la serie basada en Trottner se tocan. Ambas desnudan el laboratorio del amor. El padre de Nadie nos vio partir quiere construir una familia perfecta, una obra maestra moral; el doctor Frankenstein quiere fabricar un ser sin imperfecciones.

POR FRANCISCO ORTIZ PARDO

Hay autores que escriben para exorcizar y otros que lo hacen para comprender. Tamara Trottner pertenece a la segunda estirpe. Nadie nos vio partir —su novela autobiográfica convertida ahora en miniserie de Netflix— no es una catarsis ni una venganza, sino una disección emocional, una autopsia de la herencia y del linaje. Lo que en su infancia fue un secuestro —ella y su hermano raptados por su padre y llevados por medio mundo— se transformó en una meditación sobre el poder, el amor y la manipulación.

Estrenada el 15 de octubre de 2025, la serie dirigida por Patricia Martínez de Velasco superó en su primera semana 4.8 millones de visualizaciones, 19.8 millones de horas reproducidas y ocupó el primer lugar en 37 países. Pero más allá del éxito numérico, lo que la convierte en un fenómeno es la valentía de su autora: enfrentarse a los fantasmas familiares, a una comunidad entera y, sobre todo, a los mecanismos del silencio.

Trottner desnuda sin rencor a una sociedad que, en nombre de la pureza, suele justificar el control. Su historia —ambientada en una familia judía conservadora del México de los sesenta— no acusa, pero revela. No sermonea, pero incomoda. En ese mundo, los matrimonios arreglados, las alianzas comerciales y los dogmas religiosos formaban una ecuación perfecta para la obediencia. El padre, Leo Saltzman, educado en la lógica del deber y la supremacía del linaje, secuestra a sus hijos convencido de que salvarlos del “desorden” materno equivale a preservar el honor. Lo que produce, sin embargo, es una tragedia íntima, un monstruo hecho de miedo, culpa y devoción.

Los Frankenstein de la vida real no nacen en laboratorios, sino en las casas donde el amor se confunde con mandato y la fe con obediencia. Son los hombres —y mujeres— moldeados por la presión de la comunidad, por la exigencia de continuidad, por el mandato de repetir sin preguntarse por qué. Trottner no juzga: observa con la serenidad de quien sabe que los monstruos no son producto del mal, sino de la desmesura. De ese exceso de amor que pretende salvar destruyendo.

Mientras tanto, Guillermo del Toro ha devuelto a la criatura de Frankenstein su condición humana. Su versión de la célebre novela de Mary Shelley —una producción monumental que ya apunta a los premios mayores: Mejor Película, Dirección, Maquillaje, Fotografía y Edición— es, más que una reinterpretación, una confesión contemporánea. Del Toro siempre ha sentido fascinación por la frontera entre el monstruo y el inocente. Aquí la lleva al extremo: el científico que quiere crear vida termina matando la inocencia; el ser fabricado solo anhela ser amado.

Shelley, con apenas diecinueve años, escribió en 1818 una parábola sobre la arrogancia del hombre que usurpa el papel de Dios. Del Toro, dos siglos después, convierte esa reflexión en una fábula moral sobre nuestro tiempo: un mundo que experimenta con todo —con la inteligencia artificial, con los cuerpos, con la fe, con la genética, con la política— y que luego se espanta de las criaturas que engendra. Su Frankenstein no es un monstruo sino un espejo: un ser que solo pide ternura en una sociedad que ya no sabe sentir.

En ese sentido, la película de Del Toro y la serie basada en Trottner –ambas producciones de Netflix y ambas dirigidas por mexicanos— se tocan. Ambas desnudan el laboratorio del amor. El padre de Nadie nos vio partir quiere construir una familia perfecta, una obra maestra moral; el doctor Frankenstein quiere fabricar un ser sin imperfecciones. Los dos fracasan por la misma razón: la soberbia de creer que los sentimientos se diseñan. En ambos casos, la criatura se rebela, no por maldad, sino por amor. Y ahí, en esa inversión de papeles, el monstruo se vuelve humano y el creador pierde su alma.

La Frankenstein de Del Toro deslumbra también por su producción: una orquesta visual en claroscuro, laboriosa, impecable. Cada toma parece pintada con la melancolía de Goya o de Rembrandt; cada cicatriz tiene textura de óleo. Y, sin embargo, lo más perturbador no son los efectos, sino la ternura: la criatura que tiembla, que busca una mano, que no entiende por qué todos huyen. En tiempos donde el cine tiende al ruido, Del Toro hace un gesto casi espiritual: recordarnos que la compasión sigue siendo revolucionaria.

Confieso que Frankenstein nunca ha sido mi historia favorita. Quizá porque su tono me deja frío frente a tanto dolor real que ya nos asedia. Pero el sello de Del Toro le otorga un sentido urgente: en un mundo sacudido por guerras, invasiones, migraciones y odios domésticos, el mito del monstruo recobra su vigencia. No es casual que esta película llegue justo cuando una escritora mexicana revive su propio laboratorio de sentimientos extremos. Nadie nos vio partir y Frankenstein son, en el fondo, la misma historia: la del amor que se cree todopoderoso y termina destruyéndolo todo.

Trottner tuvo el valor de exponer el monstruo que la crió; Del Toro, la ternura de reconocer que el monstruo también somos nosotros. Ambos nos recuerdan que, al final, toda criatura busca lo mismo: ser mirada con compasión. Y quizás ahí esté la enseñanza que ni la ciencia han logrado descifrar.

El verdadero horror no está en la criatura: está en el creador que no sabe amar.

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