Libre en el Sur

La gota de agua en la vida de mi padre

Vicente Leñero siempre fue honesto al aceptar que no le gustaba la ingeniería, pero al final reconocía el impacto que tuvo en su vida como escritor y como persona. 

POR MARIANA LEÑERO

Una de las obras favoritas de mi padre es La gota de Agua. La novela trata principalmente de su sufrimiento cuando se enfrentó a la falta de agua en nuestra casa y en la ciudad entera. En ese entonces tuvo que hacerse cargo de la situación y de los demonios que se le aparecían al recordar sus viejos tiempos como ingeniero civil.   

La ingeniería fue para mi padre, como una piedra en el zapato que lo llevó a caminar incómodo durante su juventud. No fue hasta que se casó con mi madre, que logró sacársela para comenzar el camino del periodismo y la literatura.  Sin embargo, durante su noviazgo lo estuvo jodiendo por mucho tiempo.  

Mi madre me platicó que cuando eran novios estaba por terminar cuatro materias de ingeniería que había dejado pendientes por irse a estudiar a España, ya que se había ganado una beca de periodismo.  Al mismo tiempo trabajaba en una compañía de instalaciones sanitarias para hacer su servicio social y su tesis, y también escribía para la revista Señal.   Trabajaba un montón y aun así durante ese tiempo escribió dos cuentos que metió a un certamen bajo pseudónimo.  Los dos ganaron primero y segundo lugar.  El día de la premiación no pudo quedarse por mucho tiempo ya que tenía que asistir al baile especial de la Escuela de Ingeniería. No sé si mi padre odiaba más la ingeniería o el baile, pero si hubiera tenido que elegir se habría quedado a celebrar su logro. 

Me parece admirable la capacidad que tuvo de burlarse de su ansiedad en la novela. Como si fuera un homenaje, una reconciliación a lo inevitable, y no una batalla perdida. 

Al año de novios, mi madre quería casarse, pero la ingeniería se entrometía de nuevo en sus planes. Tendrían que esperar ya que mi abuelo le había pedido que antes acabara su carrera.  Esperaron 11 meses más. Unos días antes de la boda tenía que presentar su examen profesional.  Así que, estudiando y revolcándose en su ansiedad ni tiempo tuvo de repartir las invitaciones para sus parientes y amistades. Las invitaciones se quedaron guardadas en una caja y al final, la boda fue pequeña.  

En su luna de miel la ansiedad había desaparecido, de seguro se había quedado distraída buscando joder a alguien más. Pero antes de regresar, manejando de Acapulco a la ciudad, la ansiedad venía corriendo para alcanzarlos. Venía furiosa la desgraciada, con la lengua de fuera, jadeando y dispuesta a arruinar sus planes. Mi padre le confesó a mi madre que todo sería perfecto si al regresar pudiera dejar de ser ingeniero. Mi madre lo tomó de la mano y con voz tranquila le dijo que no era necesario que lo hiciera,  que  juntos “se las arreglarían”.  Tamaño golpe de acomodó mi mama a la ansiedad que ya estaba acomodándose dispuesta a causar estragos. Este acto de amor y de confianza hacia mi padre fue uno de los regalos más preciados que mi madre le regaló, pero también a todos los lectores que ahora disfrutamos de su legado.  

Pese a su andar tranquilo mi padre sufría de esa enfermedad actual pero antigua, llamada ansiedad. Yo pensé que era un detalle curioso que le daba toque a su personalidad. Pero ahora que yo también la sufro, y al ser testigo de cómo se fue incrustando en su vida provocando tantos surcos como arrugas, lo entiendo más.   

Por eso me parece admirable la capacidad que tuvo de burlarse de su ansiedad en la novela. Como si fuera un homenaje, una reconciliación a lo inevitable, y no una batalla perdida.  Pareciera que la tomó de la mano y se la llevó de paseo por los renglones de la historia. Relatos sin ficción, como decía.  

Anotaciones de ingeniería.

Cuando mi padre nos contaba alguna anécdota, (¡ay cómo disfrutaba cuando lo hacía!) las platicaba riéndose, como si la disfrutara entre una bocanada de cigarro y el hedor apestoso del evento. Sin embargo, entre “líneas habladas”, era posible ver su sufrimiento.  

Mi padre siempre fue honesto al aceptar que no le gustaba la ingeniería, pero al final reconocía el impacto que tuvo en su vida como escritor y como persona.  Amaba la precisión y el desafío de encontrar la forma perfecta para cada texto que escribía. Obsesionado con cada detalle, escribía como si estuviera construyendo las entrañas de una casa.  En sus reuniones de los lunes en la revista Proceso o cuando no podía escribir, hacía dibujos a lápiz de tuberías conectadas, o instalaciones hidráulicas. Cuando yo le pedía un consejo o me enfrentaba con algún problema, realizaba un diagnóstico completo de la situación como si estuviera analizando el funcionamiento de una tubería. Si la tubería estaba obstruida buscaba la forma de despejar el bloqueo por secciones pequeñas. Consideraba soluciones posibles y trataba de encontrar respuestas.   

Es posible que esta forma de actuar y de enfrentar la vida lo llevó muchas veces a ser prisionero de su ansiedad. Mi padre la trataba de combatir, intentando controlar cualquier situación. En La gota de agua, sin embargo, nos muestra cómo este deseo le escupía a la cara, salpicando al lector con carcajadas.  Yo recuerdo poco de la logística del evento, pero en mi memoria aparece su imagen: preocupado todo el día, subiendo y bajando escaleras, hablando del mismo tema sin parar y fumando cigarro tras cigarro.

La paciencia de mi madre quedaba igual de vacía que el tinaco de nuestra casa. Hubo momentos en los que mis hermanas y mi mamá huían y me lo dejaban para mi solita. A mi padre le daba igual quien estuviera con él, porque solo tenía ojos para su ansiedad y para su libreta de notas. El recuerdo es nebuloso pero la presencia de esa necesidad de control y de considerar “el peor escenario” se dejaba sentir bien clarito y se fue filtrando en mí, impregnándose como un tatuaje que sigo trayendo conmigo a todas partes.  

Lo mismo pasaba con los viajes. No sé porque nunca escribió sobre ellos al igual que como lo hizo en esta obra. Tantas anécdotas catastróficas que quiso evitar. Odiaba planear, hacer maletas, ir al aeropuerto, esperar en la sala, llenar papeles, el taxi, el hotel… Mi madre lo acompañaba cariñosa y paciente.  Ellos aterrizaban en el aeropuerto antes de que el avión despegara, seis o siete horas de adelanto: desayunaba y almorzaban, comían o cenaban   hasta el momento de abordar. Lamentablemente a la ansiedad no se le engaña, es muy lista la cabrona, así que, en todas esas horas, se restregaba en sus narices provocando que mi padre continuara bailado el jarabe del sufrimiento. Él lo contaba riéndose, frunciendo sus ojos que junto con sus arrugas iban desapareciendo. La ansiedad mientras tanto se asomaba pícara sabiendo que había ganado la batalla.  

Y fue apenas unos cuantos meses atrás que le pedí permiso a mi madre para levantar un proyecto con mi cuñado Javier y mi amigo Alejandro y hacer una serie de televisión sobre esta novela. El proyecto apenas inicia, tenemos las ganas y queremos comenzar a construir los planos; sin embargo la carencia de agua en la ciudad y los estragos que sigue ocasionando en nuestra ciudad es un tema que nunca ha parado y sigue dolorosamente vigente.   

La verdad no sé si fue coincidencia o que allá por donde anda, mi padre se enteró de mi deseo y quiso cooperar en revivir su novela: un par de semanas después mi hermana Isabel nos comentó que una editora independiente, Ester Vallejo quería publicar en Madrid este mismísimo libro. Una reedición de “La gota de agua” en Amarillo Editora.  Me gustaría creer que mi padre se engolosinó con la oportunidad y decidió que una de sus nietas estuviera involucrada en este proceso. 

Mi hija Regina vive en Madrid y la invitaron a ser una de las presentadoras del libro.  Antes del evento pasamos tiempo hablando sobre mi padre y sobre los hechos que pasaron en el libro.  Pude compartir con ella recuerdos de mi padre sin sentir tristeza. Regina hizo lo mismo con las memorias que tiene de su abuelo durante su infancia. Por un momento sentí que mi padre estaba ahí. Me lo me imaginé escuchando a mi hija pero también riéndose de la ansiedad que lo había acompañado durante su vida. Pero su risa era de verdad, le había ganado, ahora podía disfrutar de sus anécdotas en los ojos y el corazón de quienes nos quedamos aquí recordándolo.   

Después de estas coincidencias tengo la ilusión que sus obras se sigan leyendo, se convierta en series, en películas, se pongan de nuevo en escena o se reediten. Porque será una forma en la que siga viviendo con nosotros como una gota de agua en un mundo donde escasea tanto. 

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