Libre en el Sur

Gotitas de éxito cuando hay sequía

 Mientras el gen atlético seguía jetón, los otros estaban en chinga: festejaban como si ellas hubieran anotado o ganado el punto, analizaban los juegos junto con los padres, apapachaban a la que se había caído, animaban a la triste y le seguían el juego a la líder.

POR MARIANA LEÑERO

Todos nacemos con limitaciones. Hay quienes las agarraran con las manos para estrangularlas, otros las esconden, las vencen, se les olvida, se ríen de ellas, van al psicólogo… En fin, todos las venimos cargando desde pequeñitos y nos morimos con ellas.

Las limitaciones son cabronas. Se te aparecen en donde menos quisieras o cuando creías que ya se habían ido. Te asustan con un ¡buuu! que te hace saltar a la alberca de la frustración.

Con la llegada de mis hijas no sólo mis limitaciones se recrudecieron, sino que desapareció mi esfuerzo porque no se repitieran. Bellezas agraciadas vistas a través de los ojos de una madre, pero “simpaticonas” y con “habilidades limitadas” frente a los ojos de un entrenador de equipo deportivo.

Entre los genes de Ricardo y los míos compartidos en la mesa de la concepción, no apareció ninguno lo suficientemente fuerte para darnos la esperanza de cambiar el  destino de mis hijas en el drama deportivo. Creíamos que con sólo un poquito de práctica y mucha porra, florecerían en ellas destrezas elementales: dominar el balón, fortalecer el tino, aprender el revés, dispersar el miedo y llegar a la meta. No pedíamos mucho. No esperábamos que compitieran en ligas mayores, simplemente nos conformábamos con que participaran en los deportes que otros niños parecían disfrutar.

Al inicio fue fácil. Cuando los hijos son pequeños participan en actividades sin preguntar.  Creen que así es como todos lo hacen.  Sin chistar y hasta con ánimo veía a mis hijas jadeantes de cansancio corriendo de un lado a otro sin saber ni siquiera que había un balón.  Entre el soccer, el voleibol, el básquet, el tenis, la natación, pasaron algunos años, hasta que comenzaron a preguntar:

–¿Por qué el entrenador no nos deja jugar como a todas las demás?

Regábamos razones acompañadas de ánimo y amor: gotitas de éxito cuando hay sequía.  Aun con sus limitaciones atléticas, el gen de la sociabilidad y el entusiasmo lo tenían bien presente y hasta lo iban desarrollando cada vez más.  Mientras el gen atlético seguía jetón, los otros estaban en chinga: festejaban como si ellas hubieran anotado o ganado el punto, analizaban los juegos junto con los padres, apapachaban a la que se había caído, animaban a la triste y le seguían el juego a la líder.    Ocupaban un lugar pero fuera de la cancha.    Funcionó por un tiempo, pero los niños son cabrones y nos empapó la desgracia. Comenzaron a jugar en la cancha del rechazo. Esto se volvió más difícil porque se combinó con mis problemas para adaptarme a este país. Confieso que en esa época fui de poca ayuda. Habíamos cambiado de cancha y tampoco me sabía las reglas.

Pero rápidamente Regina los mandó a la chingada. No esperó a que le mostraran la tarjeta roja, le tocaran el silbato o le gritaran fuera; se fue de corridito a buscar nuevos caminos y encontrarse en el mar de la artisteada.

Pero mi querida Sofí, que tenía ya despiertos, brincando por aquí y por allá unos  cuántos genes atléticos, se lanzó en la búsqueda de las gotitas del éxito.  Fueron épocas difíciles. Los padres no somos inmunes a las telarañas de la ignorancia y a la sequía de la razón.

Hubo un silencio en nuestras vidas que tuvimos que ir rellenando con la búsqueda de otras habilidades y otros gustos. Mandamos los deportes a la chingada. Demasiado tarde pero los mandamos.

Llegó el momento en que desde la ventana donde se veía la vida, escuchamos el plic,  plac, el drip, drop, de las gotitas del éxito. Sofía salió corriendo a encontrarse con Regina. Ella le ayudó a tirar el paraguas para ponerse a bailar y a cantar debajo de la lluvia, como en la película.

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