DE PRIMERA / Habitar lo invisible

En un mundo saturado de imágenes y ruido digital, volver la mirada a lo que no se ve —la memoria, los rituales íntimos, la herencia cultural y espiritual— tiene sentido. Este número especial de nuestra revista explora cómo contar aquello que no aparece en la pantalla pero sostiene la vida de barrios, familias y comunidades.
FOTOS: DIRCE HERNÁNDEZ
La revista digital Libre en el Sur dedica este número a explorar un territorio que no se puede fotografiar: lo invisible. Aquello que está ahí aunque no lo veamos —el aire frío que se enreda en las jacarandas desnudas, ya sin sus flores lilas, cuyas ramas hacen torciones misteriosas, las voces de los que ya no están, los rituales que heredamos sin darnos cuenta, las historias que hacen latir un barrio.
Narrar lo invisible no significa ceder a lo sobrenatural como espectáculo barato, sino reconocer que la vida está hecha también de presencias calladas, de memorias que no se ven pero sostienen identidades. Es mirar la ciudad y sus pueblos con la certeza de que hay cicatrices sin sangre, amores perdidos que siguen respirando en las casas, supersticiones que dan sentido a los días y energías que nos acompañan aunque no sepamos nombrarlas.
En México —país donde lo indígena y lo europeo, lo rural y lo urbano, lo católico y lo secular han tejido una identidad compleja— lo invisible es parte de la cultura cotidiana. Se respira cuando alguien prende una vela por un ser querido, cuando un olor despierta una memoria familiar, cuando un barrio defiende un árbol porque representa mucho más que sombra. En otoño, con sus cielos despejados y sus vientos frescos, esas presencias adquieren un relieve especial: todo parece invitar a recordar y a escuchar lo que no hace ruido.

Herencias culturales y cicatrices invisibles
La identidad mexicana se ha formado en el cruce de herencias culturales que no siempre se ven pero se sienten. El antropólogo Guillermo Bonfil Batalla, en México profundo (1987), mostró que bajo la capa mestiza y globalizada persiste un sustrato indígena vivo en gestos, rituales y memorias colectivas. Roger Bartra, en La jaula de la melancolía (1987), describió esa sensación de ausencia y fantasma que paradójicamente cohesiona a la nación.
La historia deja huellas que no cicatrizan. En el Bajío y el occidente mexicano, la Guerra Cristera (1926-1929) sigue viva en la memoria oral. El historiador Jean Meyer, autor de La Cristiada, recogió testimonios de nietos que hablan de fusilamientos y milagros como si hubieran estado allí. El cronista Luis González y González, en Pueblo en vilo (1968), mostró cómo un pueblo entero puede cargar durante generaciones la marca de la violencia y la fe. Son cicatrices invisibles: caminos donde el aire “cambia” porque allí hubo ajusticiamientos; fiestas patronales que mezclan devoción y duelo; cuenteros que hablan de jinetes espectrales y cartucheras que suenan sin dueño.
La literatura convirtió ese peso invisible en lenguaje. Juan Rulfo, en Pedro Páramo (1955), hizo hablar a los muertos y convirtió murmullos y ausencias en materia narrativa. Elena Garro, en Los recuerdos del porvenir (1963), atrapó la presencia de los ausentes como atmósfera inevitable. Carlos Monsiváis retrató fantasmas urbanos: las voces anónimas de barrios viejos, las crónicas de terremotos, el duelo escondido en calles renovadas.
La ciencia confirma que el pasado no es sólo cultural. La epigenética del trauma, estudiada por Rachel Yehuda, ha demostrado que el miedo extremo deja marcas biológicas heredables. La neurociencia de la memoria, con hallazgos de Eric Kandel (Premio Nobel 2000), explica cómo las emociones intensas fijan circuitos neuronales que afectan a generaciones. Las heridas invisibles cambian cuerpos y comportamientos, aunque nadie las vea.

Rituales de otoño, umbral de lo misterioso y búsqueda espiritual
El otoño es la estación que mejor revela la textura de lo invisible. La luz se vuelve oblicua, el aire se enfría y el año se inclina hacia la memoria. En México coincide con el Día de Muertos, un ritual que no es folclor vacío, sino una sofisticada manera de enfrentar la ausencia. El antropólogo Claudio Lomnitz, en Idea de la muerte en México (2005), explica que el culto a los muertos permite convivir con ellos y afirmar la vida. La historiadora Elsa Malvido describió los altares domésticos como “mapas emocionales”: cada vela, foto y platillo son un diálogo silencioso con quienes ya partieron.
Estos rituales son íntimos y públicos. Muchas familias cocinan platillos sólo en esas fechas —mole, pan de muerto, calabaza en tacha— porque el olor es una llamada al pasado. Los sonidos cuentan: el repique de campanas, las bandas de viento en los panteones, el murmullo de quienes limpian tumbas. El teórico R. Murray Schafer, en The Soundscape (1977), demostró que el paisaje sonoro construye identidad emocional; la cultura mexicana lo confirma cada noviembre.
Pero el otoño también abre un umbral de misterio. Las ciudades guardan leyendas que resurgen cuando el año declina. En la capital, calles de la colonia Guerrero o de Mixcoac están pobladas de historias de aparecidos, casas encantadas y supersticiones domésticas: la campanilla que suena sin viento, la sombra que pasa ante una ventana vacía. Cronistas como Luis González Obregón, en Las calles de México, y Rafael Delgado registraron estas voces desde el siglo XIX. El miedo y la imaginación son también patrimonio.
La historia reciente añadió capas nuevas. El sismo de 1985 dejó fantasmas urbanos que ningún desarrollo ha borrado: basta decir que allí colapsó un edificio para que la piel se erice. El antropólogo Néstor García Canclini, en Imaginarios urbanos (1997), analizó cómo el espacio retiene emociones colectivas más allá de la arquitectura. Y las luchas vecinales por árboles centenarios o casas antiguas —batallas por la memoria ambiental— son otra forma de narrar lo invisible: no se defiende sólo un tronco sino la carga emocional de un territorio.
En la intimidad, supersticiones heredadas —no barrer de noche, cubrir espejos, encender velas para guiar difuntos— siguen conectando generaciones. Como señaló Jacques Lacan, los ritos simbólicos organizan deseo y miedo colectivos. La psicología ambiental y el trabajo de John Bowlby o Elisabeth Kübler-Ross muestran que los rituales ayudan a procesar la pérdida. Etnógrafos como Tim Ingold o Marc Augé explican cómo lugares y no-lugares guardan vibraciones afectivas que modelan nuestra experiencia.
Aquí late también lo espiritual, entendido no como dogma sino como búsqueda de sentido. La filósofa Byung-Chul Han habló de la “sociedad del cansancio” (2010) para describir un mundo que aplasta silencio y contemplación; Zygmunt Bauman advirtió que la modernidad líquida disuelve raíces. Detenerse a encender una vela, preparar un platillo heredado o escuchar historias es, hoy, un gesto espiritual: afirmar que somos algo más que productividad y consumo. Es recuperar profundidad en medio de la inmediatez.
Narrar lo invisible es casi un acto contracultural. En un planeta hiperconectado donde la consigna parece no detenerse jamás —producir, publicar, consumir contenido sin pausa—, atender al silencio y a lo que no se ve es resistencia íntima. Las redes privilegian la imagen brillante y la opinión instantánea, pero rara vez dejan espacio para lo que se siente sin mostrarse. Frente a esa sobreexposición, escuchar el rumor de un árbol, el recuerdo de un abuelo o el eco de un barrio es elegir pausa sobre distracción, memoria sobre fugacidad, sentido sobre ruido.
Por eso este número especial importa: porque recuerda que lo espiritual —entendido como capacidad de asombro y vínculo— no ha desaparecido. Habitar lo invisible no es nostalgia ni evasión; es una manera de permanecer humanos cuando todo empuja a la superficie. Es recordar que la vida también sucede en lo que no se ve y que, sin ese hilo secreto, el presente quedaría hueco por muy brillante que parezca en una pantalla.