Libre en el Sur

EN AMORES CON LA MORENA / Hasta la cocina

El director mexicano Alonso Ruizpalacios logra llevarnos hasta la cocina de las emociones; aquello que trastoca el american dream alejándose de todos los lugares comunes de la crítica al capitalismo norteamericano.

POR FRANCISCO ORTIZ PARDO

En un hostal cercano a Union Square, en el centro de la ciudad de San Francisco, visitantes, mujeres y hombres, que parecen representar todas las razas de la tierra, entran y salen de la cocina provocando una especie de cántico indescifrable con la mezcla de idiomas y acentos en voces altas y bajas mientras otros pocos solo los observan. Allí, una vez que me he abierto el paso entre algunos morinings y jelous, pruebo con poco éxito la preparación de mi propio wafle cuando una chica morena con el aspecto de tres décadas en el rostro trata de explicarme en inglés que he errado en el procedimiento para colocar la masa en la waflera. Pese a que me confunde con alguien que no habla español, siento de inmediato el alivio del cobijo y le respondo “muchas gracias”, apenas salvando a ese wafle de quedar tatemado. Su acento es inconfundible y ella responde con la sonrisa de quien reconoce una identidad conmigo, tal vez de un origen más desdichado pero también con más suerte que muchos otros por haber logrado brincar al otro lado de la frontera y ser parte del staff que da servicio a esta bola de seres humanos que parece venir a poner a prueba su propia libertad.

A una cuadra del hostal, afuera de un hotel de lujo, otros inmigrantes protestan diariamente desde las 7 de la mañana hasta las 10 de la noche, en demanda de prestaciones que sean justas en proporción a las enormes ganancias obtenidas por la cadena. “¡All day, all night!”, los escucho gritar melódicamente durante seis días mientras azotan unos tambos enormes que, de tanto, ya están abollados. De repente surge una consigna en español, bien conocida por nosotros: “¡El pueblo unido jamás será vencido!”. Son trabajadores de limpieza en su mayoría, no los que “dan la cara”, la imagen del hotel, que hacen su labor más bien ocultos porque cuando alguien los ve hace como que no los ve. La escandalera debe ser insoportable para los turistas de gama alta que se hospedan en el lugar, pero nadie puede impedirles ese derecho de manifestarse en la banqueta dando vueltas en un óvalo imaginario en el que desgastan sus suelas. Ya no sabré qué suerte les deparará el destino.  

La desigualdad en el gasto se hace evidente entre los huéspedes de uno y otro sitio, caro de cualquier forma en una ciudad cara; pero estoy seguro que muchos de los que llegan a “mi hostal” no cambiarían esa experiencia por ningún lujo. Comparto habitación con un joven negro africano que no me habla ni del nombre del país en que nació pero sí de sus sueños de regresar a Nueva York siendo ya un técnico conocedor de los sistemas computacionales para encontrar un buen empleo. Un escocés de 87 años funge como un jefe drástico que impone ciertas reglas de convivencia. Atenúa su dureza con cautivadoras charlas sobre su vida y sus viajes, y uno que otro detalle como haberme llevado un cambio de toallas. Además, me da tips para moverme bien en la ciudad. Para ese hombre misterioso, que sin provocar ningún daño parece haber inventado algunas historias como que radica en Washington adscrito al Pentágono, resulta un misterio a la vez cómo es que pasó por nuestra habitación durante un par de días un afgano de barba perfectamente recortada, que da conferencias y viste trajes de diseñador. “Será que aquí es más divertido” –le digo.

Me ha tocado en la litera el lugar más cercano al cielo. Como si navegara en un barquito tras la pesca de un pescador, que han sido mis hallazgos en intensas jornadas de caminata, pruebo a hacer la vida de la recuperación en ese pequeño espacio dotado de una lamparita y un conector para mi celular. Es grata la sensación de que todo es más fácil cuando se tiene menos.

Tal vez, pienso, como la empleada mexicana de la cocina. Recuerdo cómo bromea en español con sus compañeras y se carcajea. Habla con ellas de sus labores pero sin quejarse realmente. Me sorprende que a pesar de que debe ser un duro trabajo, no se ve ni amargada ni infeliz. Cuando se acerca a apoyar algún huésped, siempre lo hace de la mejor manera, con un trato delicado y amable. Y no veo ningún capataz que la esté obligando a ello. Trato de adivinar qué hay detrás de toda esta contradicción. Es cierto que nuestro país expulsa a buena parte de sus habitantes cuando no les permite condiciones dignas –y seguras– de vida pero también lo es que en Estados Unidos no dejan de ser extranjeros por más que se trate de una ciudad “santuario” y aun cuando Donald Trump no ha tomado posesión de su segundo mandato.

No hallo la respuesta hasta que veo una película justo con ese nombre, La cocina. Con todo y que se trata de una adaptación libre de la obra de teatro del escritor inglés Arnold Wesker, el director mexicano Alonso Ruizpalacios logra reproducir la parte emocional que trastoca el american dream alejándose de todos los lugares comunes de la crítica al capitalismo norteamericano.

Ruizpalacios sitúa su historia en la cocina de un restaurante de Nueva York donde conviven empleados de diferentes nacionalidades y poco importan los comensales exigentes y hasta groseros en la medida de que suponen derechos especiales por simplemente tener el dinero para pagar. Entre ese comportamiento de simulación colectiva que prevalece en tales restaurantes (donde las personas gastan para ausentarse a través de sus teléfonos celulares o convivir de manera forzada en citas “de amor”, de familia o de negocios) paradójicamente brotan las verdaderas dimensiones humanas de los sueños rotos de los que se ponen al servicio de los costosísimos sueños efímeros de los otros. Es todo aquello que no queremos ver para no vernos a nosotros mismos: La expendedora automática de órdenes de compra que nunca para de funcionar, ni en la tragedia.

En ese ambiente, la historia de La cocina es absolutamente irreverente por escaparse de pretensiones sociológicas. Para comenzar, desmitifica la correspondencia inevitable entre las razas y los roles. Una güerita (Rooney Mara), casi el estereotipo de la belleza occidental, con cuerpo esbelto pero muy esculpido y de finas facciones, se enamora del protagonista, un cocinero mexicano cuya inteligencia e ingenio recuerda al Jaibo de Luis Buñuel por el tipo de los diálogos y la magnífica actuación de Raúl Briones.

Hay que poner atención en los tan bien logrados acercamientos fotográficos al dolor impregnado en los ojos de los personajes, imposible de ver cuando la cámara está lejos.

Un aborto surge como la segunda ruptura con la obviedad, cuando es la mujer la que acepta no solo los predicamentos psicológicos de la decisión, independientemente del debate social, sino la legítima injerencia del padre frustrado, que pierde cuatro veces: su familia originaria, la normalización de su estancia en un país que no es el suyo, la chica que le representa todo su mundo imaginario y el sueño de tener un hijo con ella. Un suave deslizamiento de las lágrimas por el rostro de ella es la manera más poderosa y efectiva de decir todo eso. Mucho más que discursos ideológicos.       

Como el lector puede suponer, las cosas no terminan bien pero lo importante es que se le estruja el alma al conocer de qué forma terminan así. Los empleados se divierten, sueltan bromas y parecen disfrutar de una libertad que no tenían en triste realidad que vivían en los países de los que huyeron. Lo más importante es, a fin de cuentas, encontrar lo que esconden esas carcajadas. Como muchas otras carcajadas de la vida de todos: La felicidad que mostramos, no la que es.

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