El padre Álvaro Lozano no tira “netas” para volvernos inmaculados, sino que difunde que dada la condición humana lo que debe haber son compensaciones por nuestras fallas. Lo que sí podemos hacer por los demás.
POR FRANCISCO ORTIZ PARDO
En la era de Francisco, el primer Papa proveniente de la Compañía de Jesús, en el terruño ocurre el reencuentro entre los pueblos originarios y los descendientes de criollos y mestizos que son estigmatizados como “fifís” y “aspiracionistas” desde un palacio virreinal. La noche del domingo 16 acudimos a la festividad anual del Señor del Buen Despacho, en Tlacoquemécatl del Valle, en cuyo templo permanece la imagen que estuvo bajo la custodia por los dominicos del Tribunal de la Santa Inquisición de Ciudad de México hasta los días de la consumación de la Independencia, en 1821.
Suelo decir que Jesús no tiene la culpa de su Iglesia. Pero la verdad es que con ello me refiero a esa parte de la Iglesia Católica que justamente le ha traicionado, en tiempos haciendo la guerra, a veces cerca del fascismo y otros desgarradores momentos en que ha sido manchada por la pederastia de sacerdotes que no deben tener perdón en los tribunales del hombre.
En la Cineteca Nacional están presentando la película Blanquita, una coproducción Chile-México-Luxemburgo-Francia-Polonia (Fernando Guzzoni, 2022), basada en una historia chilena real donde un sacerdote protege a niñas y niños violentados sexualmente y lucha porque se haga justicia mientras el alto clero local lo fustiga exculpando a los agresores, políticos con poder.
Y es que hay de curas a curas. Están también los más comprometidos con los desarrapados, personajes anónimos –sumamente humildes– que antes de pretender por ejemplo convertir a las comunidades rarámuris se convirtieron a ellas adoptando su lengua y sus costumbres, su forma de vida. Son personas que además han dado literalmente la vida, como el caso de los tres sacerdotes jesuitas que fueron acribillados en estos tiempos aciagos por el crimen organizado en la Sierra Tarahumara, tragedia también abordada desde el arte por el genial Luis de Tavira dirigiendo en mancuerna con Jorge A. Vargas la puesta escénica Mateo Ricci.
Así hubo sacerdotes desde los primeros evangelizadores que llegaron a lo que hoy es México. Algunos de ellos ni siquiera pudieron iniciar su encomienda, como el grupo de los 12 franciscanos que emulaban con el número a los Apóstoles de Jesucristo, de los cuales apenas sobrevivieron cuatro. De entre lo muy escaso que se conserva de sus primeros templos en el terruño juarense están tesoros como la capilla de San Lorenzo Mártir, en la misma Tlacoquemécatl; la capilla de Nuestra Señora del Rayo, que forma parte del complejo de Santo Domingo de Guzmán, en la colonia Insurgentes Mixcoac y, por supuesto, la iglesia de la Santa Cruz, en Santa Cruz Atoyac.
Pero realizar la belleza con las manos de los propios indígenas conversos no fue lo mismo aquí que en la Sierra Gorda de Querétaro, donde uno simplemente no puede entender cómo se labró majestuosamente la pesadísima cantera al estilo del barroco entre sinuosos y muy peligrosos caminos, donde también se enfrentaba la resistencia de grupos étnicos.
En la fiesta del domingo traslució en fuegos pirotécnicos y tapetes de aserrín el resultado de la labor del padre Álvaro Lozada, que llegó a romper con los aburridos sermones y le ha puesto más música a la música. En los últimos tiempos daba la impresión que la fiesta del Señor del Buen Despacho se esfumaba irremediablemente. Lozada es párroco porque es diocesano, lo que significa que está en la jurisdicción del Arzobispado de Ciudad de México, el más grande del país. Eso lo vuelve más relevante, pues la historia consigna que los religiosos más cercanos a las necesidades de la gente han provenido de las ordenes de los francisanos, los dominicos o de la Compañía de Jesús. En sus homilías, el padre Álvaro da una palabra que tiene sentido con la vida real, cotidiana; entre otras cosas habla de los vacíos provocados en la persona y las relaciones humanas por la enajenación tecnológica o el consumismo. Pero no tira “netas” para volvernos inmaculados, sino que difunde que dada la condición humana lo que debe haber son compensaciones por nuestras fallas. Lo que sí podemos hacer por los demás.
Habrá mucho que hablar del fenómeno de feligresía local que ha suscitado el padre Álvaro con sus formas frescas, desenfadadas, al estilo de los chavos, y también de la organización de misiones pastorales a regiones pobres. Pero ahora me centro en una actividad de su parroquia que me pareció muy significativa por desmitificadora, que fue una charla del historiador Gerardo Gómez, maestro de la Universidad Pontificia, acerca justamente de la evangelización, sin ortodoxias ni adornos adicionales.
En la fiesta del Señor del Buen Despacho pudimos atestiguar cómo la indígena que regresó en peregrinación cargando su devoción, la vendedora de veladoras con piel apiñonada y esa vallesina blanca con perrito, convivieron en el sitio donde no hay polarizaciones construidas desde la ambición política.
Crecimos con una extraña formación guadalupana con ingredientes anticlericales emanados de la historia oficial en que se daba por sentado que el imperio de Isabel y Fernando –los “reyes católicos”— oprimió a los pueblos indígenas, cuando en realidad la Corona prohibió que se les maltratara. Ni siquiera imponerles el castellano, cosa que sí ocurrió un siglo después. No es que fuera cualquier cosa el Santo Oficio, pero la realidad es que en 300 años fueron quemados en la hoguera 43 personas, entre ellas un solo indígena, por cuya muerte fue regañado el Virrey porque los indígenas –al considerarse neófitos en creencias religiosas— no eran sujetos de juicios inquisitorios. Curiosamente la misma cantidad de sacrificados que en un solo hecho trágico reciente: El multihomicidio de Ayotzinapa. ¿Cuántos condenados a muerte hubo solo en los Estados Unidos en los últimos 100 años? Hay dos “leyendas negras”, comentó el historiador. La primera es contra la Iglesia y la segunda contra los pueblos indígenas originarios.
En su momento, en la misma península que hoy es España, se discutió la validez de someter con las armas a los originarios de América. Para el caso mesoamericano, la única justificación que sostuvo fue la religión, por lo que hasta el mismísimo Cortés se arrodilló ante las ropas percudidas de los franciscanos y el asombro de los indígenas, caso muy aparte del saqueo de los conquistadores, deslumbrados por el brillo de tanto oro. Los frailes tuvieron el mérito añadido de la paciencia, la humanidad y el sacrificio; también el reconocimiento de la riqueza cultural de los pueblos originarios, que por lo mismo perduraron con sus costumbres y lenguas. Hubo un sincretismo, el mestizaje, a diferencia de lo ocurrido en Sudamérica.
Quinientos años después, en un concurrido y alegre festejo, entre la feria de juegos, el baile y los buñuelos, pudimos atestiguar cómo la indígena que regresó en peregrinación cargando su devoción, la vendedora de veladoras con piel apiñonada y esa vallesina blanca con perrito, convivieron en el sitio donde no hay polarizaciones construidas desde la ambición política. Los espectadores aplaudieron a imagen y semejanza, emocionados cuando terminó la presentación de luces de colores que surgieron de los altos de la iglesia y de su campanario, construidos entre 1950 y 1974. Habrá que pedir perdón por la existencia.
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