No dejemos de mirar, porque sólo se ciega quien no tiene el valor de ver dentro de sí y aprender de sus errores.
POR OSWALDO BARRERA FRANCO
Me parece que muchas veces olvidamos, por conveniencia o descuido, algo importante: nuestras sutiles o profundas diferencias no tienen por qué dividirnos o hacernos enemigos despiadados que buscan aniquilarse entre sí, así como tampoco nos vuelven entidades ajenas a la preciada humanidad que compartimos, algo que ha perdido su valor a últimas fechas. Lo humano nos es común, nos vincula y arropa; es la definición de lo humano lo que ahora está en juego.
¿Cómo respondemos a lo que hoy es un mundo en conflicto y que se encuentra dividido por intereses que van en contra de nuestra esencia como herederos de ese único hogar? Nuestra herencia está en riesgo, así como nuestro legado para las generaciones futuras, y las respuestas a los problemas y conflictos que nos aquejan serán aportados, o no, por la colectividad humana en su conjunto. ¿Qué habremos de heredar a los que han de venir cuando no hemos sido capaces de conservar a salvo lo que a su vez heredamos de quienes nos antecedieron?
Ningún pueblo puede sobrevivir y prosperar apartado de los demás. Así como los individuos dependen de una comunidad para su bienestar, las naciones han dependido de la influencia y el contacto con otras para desarrollarse. La historia es clara a este respecto y las lecciones que nos aporta se repiten una y otra vez; es algo que distingue el proceso evolutivo de los humanos como grupos dispersos a lo largo de todo el planeta y como género en su conjunto.
La cultura va más allá de la mera transmisión de conocimientos de una generación a otra; abarca un compendio de costumbres, rituales, vínculos y aspiraciones colectivas, pasadas, presentes y futuras, que definen, pero no limitan, a un grupo en particular frente a otro dentro de una gigantesca red intercultural que abarca el planeta entero. Esa red ha transformado a cada grupo conforme ha entrado en contacto con otros, por lo general para enriquecerse, como ocurrió con la dispersión del islam en vastos territorios de Asia, África y Europa a lo largo de varios siglos, con sus respectivas reservas y consideraciones históricas, o para forjar un entorno nuevo y complejo a partir de la combinación de saberes por parte de sociedades alguna vez ajenas entre sí, confrontadas muchas veces, lo que no siempre tuvo consecuencias benéficas para alguna de ellas, pero sí un trasvase de herencias con las que hoy nos identificamos como algo nuevo, como la síntesis de un arduo proceso de asimilación y mezcla.
Nunca ha sido fácil ni deseable que, en ese proceso de transmutación cultural, una sociedad pase sobre otra, por motivos religiosos, económicos, políticos o cualesquiera otros. Cada sociedad tiene por defecto un acervo de conocimientos y costumbres que responden al entorno en el que se ha desarrollado y que constituyen su esencia, la cual peligra frente a toda imposición o devastación que la amenace. Al perderse ese acervo, la identidad de esa sociedad se diluye hasta desaparecer; a veces para dar lugar a algo distinto y renovado, y otras para perderse en un olvido del que no hay retorno posible.
Ya sea como mexicanos o de cualquier otra nacionalidad; como hispanohablantes o hablantes de una lengua en peligro de desaparecer; como católicos, judíos, musulmanes o ateos; como habitantes de un entorno urbano o de uno rural; como privilegiados por nuestra condición intelectual o económica, frente a las carencias que otros han padecido de padres a hijos, o como simples seres que buscamos respuestas a lo que no alcanzamos a comprender, nuestra herencia marca ese paso compartido con otros como una sola especie, por lo que ninguna herencia tiene un valor mayor que el de otra, sólo el valor intrínseco que el tiempo le ha otorgado y por el que varios individuos, como parte de un colectivo, se han unido para perpetuar aquello que les da una identidad particular. Sin embargo, no se trata de algo inmutable, escrito en piedra e impregnado en la mentalidad de las personas. Como todo proceso humano, se transforma, poco a poco o intempestivamente, conforme vamos aprendiendo de otros, si nos lo permitimos, las diversas formas que tenemos de ver el mundo.
Así que, en lugar de considerarnos los elegidos por un linaje ancestral que nos hace merecedores de favores divinos, los poseedores de una verdad tan absoluta que nadie más es capaz de comprender, los destinados a hacer de este mundo nuestro patio de juegos y de nadie más, los únicos que trascenderán y llegarán a ser dueños del destino de la humanidad, miremos hacia atrás, a nuestros humildes orígenes y el aprendizaje acumulado por quienes nos precedieron y aquellos que lo aportaron; a nuestro alrededor, en busca de las similitudes que nos hermanan y las diferencias que nos complementan; hacia adelante, al futuro común que nos aguarda, ya sea uno de unión y cooperación o uno de división y aniquilamiento mutuo. No dejemos de mirar, porque sólo se ciega quien no tiene el valor de ver dentro de sí y aprender de sus errores.
Que nuestra herencia sea tan vasta, tan rica y tan profunda como las raíces que la humanidad ha dejado en este planeta con su acontecer en cada rincón de la tierra y con cada segundo de su existencia.
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