Gracias a la amistad con Alejandro conocí a su primo Ricardo, que años después se convertiría en el amor de mi vida y el padre de mis hijas.
POR MARIANA LEÑERO
En una época de mi vida tuve la ilusión de convertirme en directora de una obra de teatro de la que me había vuelto ferviente admiradora: Honestidad desenfrenada. Una obra musical presentada en Teatro Polyforum. El tema de la obra me encantaba; un grupo de jovenes se encontraban con un micrófono mágico que al sostenerlo lo único que podían decir era la verdad. Bailes y canciones que inspiraban a mi corazón de apenas 10 años.
La obra la vi no sólo una, ni dos, ni tres, sino seis veces. La primera vez fui con mis padres quienes fingieron la misma emoción que yo: mentira. La segunda, mi madre nos alentó a ir solos prometiendo acompañarnos el próximo domingo: mentira. Las siguientes mi padre se las chutó solito conmigo.
La obra se presentaba los domingos de matiné. Desde nuestra casa de San Pedro caminábamos a la colonia Nápoles donde el teatro, con su imponente mural de Siqueiros, nos esperaba provocándome la misma emoción que me provocaba la obra.
Mi padre, con cigarro en mano, pensativo y en silencio, caminaba con grandes zancadas; yo persiguiéndolo con mi cuadernito para apuntar los diálogos que aún no me terminaba de aprender. Él pretendía escuchar mis ideas, pero con el pasar del tiempo sus sí y susajás, comenzaron a apestar a compromiso. Sin embargo, su presencia hacía que eso fuera lo de menos. Tenía una forma particular de mostrarme su cariño y aun cuando a veces estuviera pintado de indiferencia, siempre lo sentí honesto.
El teatro era pequeño, circular, con asientos y paredes tapizadas de rojo. En el lugar que te sentaras veías a los actores y también a los espectadores. Un ambiente íntimo que terminó siendo incómodo. Mientras los actores actuaban y yo cantaba emocionada, mi padre se echaba su sueñito que terminaba en estruendosos ronquidos que tenía que acallar con un merecido codazo.
El día que me reuní con mi supuesto elenco y comencé a leer el libreto, lo único que obtuve de ellos fue la honestidad de sus caras de reprobación al saber que tendrían que cantar.
En la última visita, varios actores se acercaron a saludarlo. Se sentían halagados de que fuera un espectador recurrente. Mientras se interrumpían unos a otros para impresionar a mi padre, él aspiraba con enjundia su cigarro tratando de despertar su mente adormilada. Como lo solía hacer, sonreía y les daba palmaditas en la espalda de puro compromiso. Los actores fingían confianza, mi papa fingía interés, mentiras y más mentiras, la única honesta era yo que los miraba con admiración mientras comía las gomitas que vendían en la tiendita. Y antes de la despedida, los actores lo invitaban a develar la placa de las no sé cuántas representaciones. El “sí, con gusto lo vemos”, se estrelló en mi cara cuando al poner el primer pie en la calle me miró a los ojos y me dijo, “ni madres que vuelvo a venir a esta obra”.
Mi padre valoraba la honestidad, pero solo en el periodismo porque en la vida de los compromisos sabía mentir muy bien. Después de este evento, ni develó la placa, ni regresamos a ver la obra.
–Papá y ¿ahora que hago?, ¿por dónde empiezo?
–Que soy escritor mija, no director, ni productor de teatro
–Pero papá, la viste tantas veces como yo, una idea tendrás que tener.
–Ya me tiene hasta la madre el tema de tu obrita de honestidad descarriada.
–Desenfrenada papá, desenfrenada- le decía con desesperación.
Un día llegó con el libreto de Honestidad Desenfrenada y entregándomelo con orgullo me dijo: “completito y de a deveras”.
— Eres el mejor papa del mundo- no mentí.
–Eres la mejor hija del mundo- mintió. Mi padre no tenía preferencias.
No bien iniciado los preparativos de la obra, me di cuenta que me faltaban actores. Pero una de mis amigas me dijo: si quieres yo tengo un amigo que vive en Patriotismo. Y fue así como conocí a Alejandro. Yo no sé si Alejandro aceptó la invitación por curiosidad o por aburrimiento, pero completé el reparto.
El día que me reuní con mi supuesto elenco y comencé a leer el libreto, lo único que obtuve de ellos fue la honestidad de sus caras de reprobación al saber que tendrían que cantar. Un desastre. Ni caso me hicieron. Al menos ellos decían la verdad, pensé. El único que se quedó fue Alejandro que con una actitud que rayaba en lo paternal, aunque fuera un escuincle, me dijo: “no hay pedo, organizamos una fiesta y si quieres consigo unas cervezas”.
Su propuesta me pareció estúpida, apenas teníamos 10 años, pero su solidaridad, era sincera. Y fue en ese mismo instante que Alejandro y yo iniciamos una amistad honesta en un mundo de adultos salpicado de mentiras. Compartimos camión de escuela, fiestas, cenas de navidad, verbenas, jugadas de dominó, cine, teatro, libros.
No nos imaginábamos que la honestidad de mi supuesto elenco y mi deseo frustrado por volverme directora de teatro, abriría las puertas para poner en escena una obra mejor, llena de risas, burlas, netas, pesares y certezas. Más de 40 años de aplausos para celebrar triunfos, y hombros para llorar pérdidas. El escenario: las calles de San Pedro, la casa de mis padres, su departamento de Patriotismo, el Colegio Madrid… la vida.
Cómo advertir que el libreto “completito y de a deveras”, que un día mi padre me regaló, era el inicio de una parte de la obra que hoy es mi vida. Gracias a la amistad con Alejandro conocí a su primo Ricardo, que años después, se convertiría en el amor de mi vida y el padre de mis hijas. Extensiones de una amistad que se cubrió de sobrinos, tíos, hijos, primos, suegros, abuelos, amigos. Una amistad de a deveras que hay que celebrar honestamente y por siempre.
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