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EN AMORES CON LA MORENA / Un huerto como Karma Yoga

“El equilibrio no se conquista en discursos, sino en pequeñas acciones: dejar la hojarasca para nutrir, cosechar papas sin aspavientos, recoger colillas sin esperar agradecimiento”.

POR FRANCISCO ORTIZ PARDO

Lo primero que me llamó la atención aquel domingo, al llegar al huerto Actipan, fue que había puras mujeres y tres niños. Ningún hombre. Tal vez la excusa de ellos era demasiado común para cuestionarla: quedarse a ver el partido de fútbol con unas cervezas y una bolsa de sabritones, para luego, probablemente, dejar las envolturas y las latas en cualquier lugar. La rutina de la evasión disfrazada de descanso. Mientras tanto, las mujeres y los niños estaban ahí, devolviendo vida a un pedazo de tierra que otros daban por perdido.

En apenas un año y medio de trabajo, habían logrado devolver fertilidad a ese triángulo condenado al abandono en la esquina de Insurgentes Sur, a un costado de Galerías Insurgentes. Ese mismo día ocurrió un pequeño milagro: cosecharon las primeras papas. No hojas al viento ni flores de ornamento, sino alimento: raíces que crecieron bajo tierra, silenciosas, como la misma resistencia que sostiene la vida en medio del concreto.

Ese triángulo de tierra pertenece a un territorio con memoria. El huerto Actipan lleva el nombre del antiguo pueblo originario de Actipan, que con el paso de los siglos quedó absorbido por la gran urbe y hoy forma parte de la colonia Del Valle. Actipan era un paraje agrícola que se extendía en los márgenes de lo que fue un río cristalino: el Churubusco, corriente que bajaba límpida desde los manantiales de Coyoacán y cruzaba por donde hoy corre la avenida más transitada de la capital, Insurgentes Sur. Entre sembradíos y huertas se levantaban casas bajas, y la tierra fértil era alimentada por ese río que, con el tiempo, fue entubado hasta volverse invisible. Donde antes hubo agua clara, hoy resuenan motores y asfalto. La historia de Actipan es, así, la historia de una pérdida: la del paisaje que alimentaba, sustituido por concreto.

El huerto Actipan no está aislado: forma parte del colectivo Zurciendo el Planeta, una red creada por mujeres latinoamericanas que nació en la pandemia y que busca construir un futuro ambientalmente regenerativo y socialmente justo. Su “hilo conductor” es la convicción de que se puede relanzar la imaginación colectiva a través de acciones comunitarias, creatividad y artivismo. Bajo esa filosofía se cosen telas y también comunidades, se repara lo que otros desechan y se regeneran espacios que parecían condenados al abandono. Los principios que sostienen al colectivo son claros: respeto a la naturaleza, justicia social y ambiental, diversidad e igualdad, solidaridad, resiliencia comunitaria y un optimismo tenaz que insiste en ver el futuro como un derecho humano a un ambiente digno.

Su actividad, que a la vez es tan bella, me hace pensar en el karma yoga. El concepto de karma yoga proviene de la tradición espiritual hindú, en particular del Bhagavad Gita, uno de los textos sagrados del hinduismo. Se trata del “camino de la acción desinteresada”: hacer sin esperar recompensa, actuar sin apropiarse del resultado. No es un rito ni una doctrina rígida, sino una práctica cotidiana que reconoce que cada acción, por pequeña que parezca —regar una planta, quitar una basura, sembrar una semilla—, es también un acto de transformación interior. La enseñanza esencial es que el trabajo mismo es ofrenda, y el sentido no está en el fruto, sino en la entrega con que se realiza.

Esa visión se opone frontalmente a la lógica de la política como espectáculo, donde lo que se busca es la retribución inmediata: la foto, la candidatura, el aplauso. En cambio, el karma yoga plantea que la acción pura, sin cálculo, es la que realmente equilibra el mundo. Por eso un huerto urbano, cuidado a pulso por vecinas que no esperan agradecimiento ni cámara, se vuelve una metáfora poderosa: es resistencia comunitaria, pero también disciplina espiritual, porque enseña a actuar desde la conciencia y no desde la vanidad.

Me sumé a la recolección de colillas y ahí descubrí dos cosas. La primera: que frente a un acto de conciencia como cuidar un huerto urbano, aparece la inconsciencia de muchos otros. Aunque hay letreros y ceniceros para depositarlas, los fumadores prefieren aventarlas al suelo. Dora me contó que en ese aspecto no ha habido ningún avance en todos estos meses de trabajo. Es una batalla inmóvil que plantea un dilema profundo sobre lo que significa resistir. Ese día recogí alrededor de 150 colillas.

La segunda: uno ya no ve la depredación porque se vuelve paisaje. A simple vista no parecían estar ahí. Pero basta agacharse, observar la tierra, hurgar entre las hojas, para que empiecen a aparecer como fantasmas. La experiencia es impactante: descubrir que lo que parecía limpio estaba, en realidad, sembrado de desechos.

El huerto Actipan es un acto de karma yoga, una acción silenciosa que se hace sin apropiarse del resultado. Dora, pionera en mirar donde nadie quería mirar, y Andrea, que ha cuidado día tras día el espacio, no buscan protagonismos. Y eso, en tiempos donde los políticos trepan hasta el follaje de las causas ambientales para convertirlas en botín partidista, es casi una provocación.

Porque lo que se evidencia alrededor de estas luchas es el oportunismo: el uso político de causas nobles, de la defensa de derechos humanos y ambientales, reducido a propaganda. Los políticos en realidad no se integran a estas causas, las infiltran. Se meten en los movimientos solo para usarlos como catapulta, para golpear a otros políticos, para tejer alianzas rumbo a futuros cargos públicos. Nunca he visto a ninguno de ellos —ni mucho menos a sus entusiastas seguidores— doblarse para recoger una colilla, agacharse para desenterrar una papa o separar con paciencia la basura de la hojarasca. Ahí no están. Están, sí, en la selfie, en el video editado para redes, en el discurso que usa la palabra “sustentabilidad” como si fuera una etiqueta de supermercado. A esos políticos y a sus fans no los veo ensuciarse las manos con la tierra que dicen defender. Porque realmente, desde una mesa de café, no se alcanzan a ver las lombrices.

El equinoccio es equilibrio: luz y sombra en la misma medida. Tal vez lo que descubrí en el huerto aquel domingo fue precisamente eso. Que el equilibrio no se conquista en discursos, sino en pequeñas acciones: dejar la hojarasca para nutrir, cosechar papas sin aspavientos, recoger colillas sin esperar agradecimiento. Y, sobre todo, reconocer que la contaminación no desaparece: solo se disfraza hasta que uno se agacha y vuelve a mirar.

Un huerto como Karma Yoga: comunidad que siembra, resistencia que limpia, conciencia que descubre lo invisible, mientras la vida insiste en abrirse paso en la tierra que parecía perdida. Porque esta labor no da réditos a la política, da réditos a la vida misma.

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